La guerra de la Independencia planteó un dilema a muchos españoles. Por un lado, el corazón mandaba luchar contra el francés invasor, pero muchos sabían que Francia en aquel momento significaba progreso y defender a los Borbones españoles era apoyar el retraso, la crisis y la condena del país a seguir anclado en el Antiguo Régimen. En esa tesitura estuvo el mismo Jovellanos, quien finalmente se inclinó por Fernando VII, y la mayor parte de sus amigos, que también dudaron en un principio entre las dos orillas.

Este fue el caso de José Antonio Mon y Velarde, conde del Pinar, y el poeta Juan Menéndez Valdés. Luego veremos como acabaron tomando distintos caminos, pero al inicio de la contienda, en mayo de 1808, los dos eran consejeros de Castilla y compartieron una aventura que casi les cuesta la vida y que ahora les voy a contar. Aunque antes debo señalar los antecedentes.

Los primeros incidentes registrados en Asturias al saberse que las tropas napoleónicas estaban invadiendo el país se produjeron el 27 de abril en 1808, en Gijón, cuando una manifestación respondió tirando piedras contra la casa del cónsul francés, quien previamente había cometido la imprudencia de lanzar desde allí unos panfletos contra la monarquía española. Pero unos días más tarde, llegaron las noticias sobre los sangrientos hechos del 2 de mayo madrileño y la cosa subió de tono: el día 9 los estudiantes de la Universidad de Oviedo asaltaron la Junta General del Principado dando vivas a Fernando VII y mueras a los invasores.

Las autoridades asturianas, temiendo que el motín se extendiese y pasase a mayores, pidieron ayuda a Madrid, y desde allí se ordenó que tropas del Regimiento Hibernia y del Escuadrón de Carabineros Reales viniesen hasta Asturias para poner orden, y a la vez decidieron enviar a la región a dos comisionados con instrucciones para reprimir severamente a los alborotadores.

En un principio se pensó en los marqueses de Valdecarzana y de Santa Cruz; pero la misión entrañaba un peligro evidente y el primero ya tenía mucha edad para estas aventuras, mientras que el segundo estaba lejos de Madrid, de manera que fueron reemplazados por don José Antonio Mon y Velarde y don Juan Meléndez Valdés.

Los dos emprendieron su viaje el día 20, usando desde León como transporte el vehículo del Obispo de Oviedo que se encontraba allí por otro asunto. Se trataba de una litera, esto es una especie de cabina capaz para llevarlos a los dos, con dos varas laterales que se afianzaban en dos caballerías, puestas una delante y otra detrás. De esta guisa bajaron el puerto desconociendo que la situación se había agravado en Asturias y que el pueblo los tenía por traidores y ya los estaba esperando porque conocía el contenido del pliego que llevaban con ellos.

Aun así, tras pasar Puente de los Fierros el primer grupo de paisanos armados que encontraron se limitó a pedirles sus pasaportes y los dejó pasar, y lo mismo sucedió en Campomanes, pero en las cercanías de Ujo otra partida les dio alcance para llevarlos detenidos hasta la capital.

Don José Antonio y don Juan traían con ellos varias órdenes de ejecución y eran conscientes de que si los registraban, su vida no iba a valer nada. Por ello buscaron la manera de deshacerse de aquellos pliegos comprometedores y encontraron la oportunidad cuando estaban cruzando el puente de Santullano en dirección a Mieres. Sin dudarlo, en un momento de descuido de su escolta lanzaron el paquete desde la litera a las aguas del río Caudal, que se lo engulló entre sus remolinos.

Cuando llegaron a Oviedo, fueron llevados a la casa de sesiones de la Junta donde los aguardaba una multitud enardecida que les pidió explicaciones. Ellos intentaron convencerlos de que su misión era pacífica, de que los dos eran partidarios del Rey y que estimaban mucho a los asturianos, pero como no cesaban los murmullos y las muestras de desaprobación y descontento en la gente, para prevenir otras acciones fueron conducidos hasta el convento de San Francisco donde se preparó su alojamiento. Aunque fue por poco tiempo, ya que las autoridades estaban en lo cierto: una multitud amotinada rodeó tres horas después el convento y la Junta decidió trasladarlos temporalmente hasta la Fortaleza, un lugar que ofrecía más seguridades.

Al día siguiente volvieron a llevarlos al Convento, pero poco más tarde, el Martes de Pascua de Pentecostés otros amotinados consiguieron llegar hasta sus habitaciones y fue necesaria la intervención del Capitán general y algunos diputados para rescatarlos. En esta ocasión acabaron otra vez en la Fortaleza escoltados por un fuerte destacamento para la seguridad de sus personas.

Las tribulaciones de don José Antonio Mon y Velarde y de Juan Meléndez Valdés en aquellas jornadas ovetenses fueron constantes y a veces marcadas por la humillación. Los dos tuvieron que hacer pública por segunda vez su fidelidad a Fernando VII y a la independencia nacional, y el día 19 la cosa llegó hasta la vejación cuando el regimiento de Castropol, insubordinado junto a gran parte de la ciudad, echó abajo las puertas de La Fortaleza y se los llevó junto a otras autoridades hasta la entrada del campo de San Francisco, entre insultos y malos tratos, con intención de ajusticiarlos.

Entonces Meléndez Valdés, que no en vano era poeta, trató de reconducir la situación recitando una oda que había compuesto en loor de Fernando VII, pero, no sabemos si porque el poema era malo, o porque todos se dieron cuenta de que solo trataba de hacer la pelota, el efecto fue lo contrario de lo que esperaba y los vecinos le atacaron dándole fuertes golpes y empellones y haciendo trizas su vestido, ensañándose al mismo tiempo con sus compañeros.

Solo los salvó la religión, porque cuando ya estaban atados a los árboles, a alguien se le ocurrió que debían morir como cristianos confesados. En esa época, tal petición eran palabras incontestables y se hizo salir a los religiosos del Convento de San Francisco para cumplir con este sacramento, pero mientras confesaban, otro amigo fue en busca del Obispo y le pidió que llevase en procesión hasta el punto de la ejecución el Santísimo Sacramento que estaba en la Santa Iglesia Catedral y la Cruz de la Victoria.

No les he dicho que para hacer esta historia estoy resumiendo lo que contó don Ramón Álvarez Valdés en el libro "Memorias del levantamiento de Asturias en 1808" publicado a finales del siglo XIX y considerado como una de las fuentes más fiables para conocer este periodo. Veamos lo que sucedió a continuación leyendo su escrito: "Se adelantan emisarios anunciando que viene Dios; y apenas se oye esta voz y percibe por la multitud, que pasaba de 8.000 almas, el respetable canto de la Iglesia, hinca la rodilla, se suspenden las ejecuciones y se salva la vida al Conde del Pinar y compañeros. Suceso que ofrece un testimonio irrecusable de la religiosidad del pueblo asturiano. Incorporados a la procesión a que concurren con el Reverendo Obispo las Comunidades religiosas, pasan a la Catedral; se coloca en su lugar el Santísimo.

Se canta un solemne Te-Deum, y subiendo el Prelado al pulpito, dirige la palabra al pueblo. Le encarece el orden y la obligación de obedecer las disposiciones de la Junta. Concluido el acto religioso, vuelven a la Fortaleza el Conde del Pinar y compañeros en medio de un gentío inmenso y de un profundo silencio. Así termina la trágica escena representada en Oviedo el día 19 de Junio".

Cuando llegó la paz y la francesada se convirtió en un mal recuerdo, José Antonio Mon y Velarde, juez implacable y defensor de la Inquisición, pasó sus últimos años persiguiendo a los liberales y a los afrancesados, y apoyando el absolutismo de Fernando VII.

Por su parte, Juan Meléndez Valdés, quien efectivamente había jurado solemnemente ante la Sala de Alcaldes de Casa y Corte el día 6 de Octubre de 1808 ser fiel a Fernando VII, conservar los fueros, leyes y costumbres de la Nación, defender los derechos de sucesión en la familia reinante y perseguir a los enemigos de la patria a costa de su misma persona, salud y bienes, tomó el camino contrario: optó por formar parte del Consejo de Estado de José I Bonaparte. Luego fue condecorado por sus servicios a Francia, y acompañó al monarca usurpador hasta el exilio para acabar muriendo en la ciudad de Montpelier. Y es que las situaciones extremas colocan a cada hombre en su sitio.