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El gran paso de la "Cenicienta" obrera

El zapato que Anita Sirgo lanzó a un guardia civil en la "huelgona" se probaba a todas las detenidas para hallar a la agresora y simboliza el papel clave de la mujer contra la dictadura

Érase una vez una "Cenicienta obrera". Cuenta Anita Sirgo que, "harta de llevar palos" en una manifestación en Langreo, le tiró un zapato a un guardia civil. Acertó en la cabeza, y echó a correr. Durante meses, aquel zapato estuvo en el cuartel y a todas las detenidas se lo probaban.

Anita Sirgo tiene la voz de un relato poco contado de la "huelgona" de la minería (año 1962). El papel imprescindible que desempeñaron las mujeres de las Cuencas para que aquella protesta fuera histórica: hicieron tiritar a la dictadura franquista, hasta entonces inquebrantable. Asomada a la ventana de su casa de Lada, ensombrece el gesto cuando ve la calle vacía: "Esto antes estaba lleno de gente".

La cara le cambia, brilla más, cuando habla del pasado. Y escuchar a esta "Cenicienta obrera", más que a cuento, suena a revolución.

Esa casa, ese salón, parece contar una vida entera. Hay fotos de la familia, algunas en blanco y negro, pero la más grande está encima del sofá: un retrato de Dolores Ibárruri "La Pasionaria" recibe a todos los que llegan. "Estuvo aquí, en casa, comiendo fabes que preparé cuando legalizaron el partido", dice Anita, señalando la foto. Se refiere a abril de 1977, cuando se legalizó el Partido Comunista.

-De la "huelgona" tengo mucho que contar, no sé ni por donde empezar.

Quizás por aquella tarde en la que ella y su inseparable compañera, Tina Pérez, se sentaron al calor de la cocina de carbón junto a otras cinco mujeres. La situación era difícil: era el mes de abril de 1962, unas semanas antes había estallado la "huelgona" (tras el despido de siete trabajadores del pozo Nicolasa, que habían demandado mejoras salariales). "Había algunos trabajadores que querían abandonar la protesta", recuerda. "La cosa estaba muy fea, tenían hijos y ya se vivía mal cobrando, imagínate si no trabajabas...". No querían que los mineros se rindieran. Para entonces, tras otras huelgas "más pequeñas", ya tenían una red de mujeres que trabajaban en la clandestinidad para ayudar a los obreros. "Nos reuníamos a lo mejor una vez a la semana. Cuando en casa de una, cuando en casa de otra". Y había normas para aquellos encuentros: no podían ser más de siete, para que las fuerzas del orden no sospecharan. Preparaban café, ordenaban los pocillos y, si alguien preguntaba, decían que estaban celebrando un cumpleaños.

"Aquel día decidimos lo que teníamos que hacer para que la huelga no acabara". Los mineros no pedían una mejora salarial, sólo trabajar más seguros. "A los treinta años, la mayoría ya estaban silicosos. Tenían que ducharse en unos aseos sin calefacción, con las ventanas rotas y no tenían ni ropa de trabajo". "Aquello no era humano", afirma muy seria.

Acordaron reunir a tantas mujeres como pudieran, fijaron un día a finales de abril para juntarse a las puertas de los pozos y evitar que entraran a trabajar. Decidieron que irían "pacíficamente", sólo querían "hablar con ellos" y "hacerlos entrar en razón". Pero llevarían "tochos" (trozos grandes de madera), por si intervenían las fuerzas del orden, y maíz.

-¿Maíz?

-Sí, para tirárselo a los que querían entrar. Para llama-yos gallinas, ¿entiendes?

En este punto de la historia, a Anita Sirgo le tiembla la voz. "Me da rabia decir que eran esquiroles. Ahora puedes decidir si vas a la huelga o no, pero es que entonces había mucha fame, los que querían entrar es que no tenían otro remedio". Picaron en todas las puertas de la barriada, y la mayoría de las mujeres dijeron que irían.

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