La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Hogares rotos por la droga: “Mi hijo murió de sobredosis y me culpo por ello”

Una mierense perdió a su primogénito cuando, mal asesorada, le echó de casa | Su otro hijo pudo dejar su adicción: “No cometí el mismo error”

Usuario de un centro de rehabilitación, en una imagen de archivo

Este relato se escribe con la letra de la valentía. La que tiene Patricia (nombre figurado) para levantarse cada mañana con esa losa de pena encima.

Esta mierense fue madre de dos hijos. El mayor murió de sobredosis. El pequeño, se ha rehabilitado de una adicción. Siente “culpa y remordimientos” porque, mal aconsejada, cerró la puerta de su casa al primogénito. “Es la única forma de que toque fondo”, le dijeron. Ella no sabía que ese “tocar fondo” sería un corazón que nunca volvió a latir. Por eso al otro lo abrazó siempre. Con una cama de sábanas limpias, para el día que quisiera volver.

Un consejo, el que le dieron a Patricia, que hoy nunca se daría. El Centro de Rehabilitación en Drogodependencias (RED) de Mieres cuenta, incluso, con un programa especial de atención a familiares. “La atención se va adaptando a las necesidades que surgen en el núcleo familiar, es fundamental para asegurar una recuperación de nuestros usuarios”, apuntan desde el centro mierense, pionero en terapias de intervención adaptadas a distintas problemáticas sociales e individuales.

En cada historial de adicción, hay un momento que lo cambia todo. En el caso de Patricia, fue una noche de invierno en la que su hijo estaba sentado en la cocina. Escuchó su voz y las palabras le sonaron a venda que se caía de los ojos: “Mama, soy politoxicómano. No lo dejo, no me puedo quitar”. La vida de Patricia se reescribió en un momento. Como si ordenara una fichas del dominó para que todas encajaran: las faltas de atención del niño en el colegio, aquel desmayo cuando era algo mayor, la salud tan endeble y el dinero que nunca alcanzaba. “Mi hijo era una persona magnífica, un sol. Solo fue malo para él”, dice ella, con un sentir que se le agarra hondo en la garganta.

Los chavales eran muy jóvenes cuando la familia se trasladó a la comarca del Caudal por motivos laborales. “Pasaron de tener muchas actividades extraescolares, a estar más a su aire”, afirma ella. Y continúa: “Tanto su padre como yo trabajábamos mucho, y ellos tenían una libertad que no habían tenido antes. Salían con sus amigos, que eran nuevos y que no conocíamos, andaban mucho en bici y nos pedían dinero para ir al cine”. Nunca sospecharon nada.

Ni siquiera aquel día que la llamaron del instituto porque su hijo mayor había sufrido un desmayo. “Nos dijo que había fumado mucho tabaco y, aunque nos enfadamos con él y le castigamos, creímos que de verdad era tabaco lo que había consumido”, explica. Incluso le llevaron a un médico que no encontró señales de alarma: “Volvimos a casa y no pensamos más en ello, porque creíamos que todo se había acabado ahí”.

Pero no fue así. “Un día nos dijo que nos iba a demostrar todo lo que se podía esforzar y lo mucho que le importaba su futuro. Nos prometió que iba a sacarse una oposición para ser funcionario y tener un trabajo estable”. Y lo consiguió.

Tenía un buen trabajo. Y, aunque no llegó a casarse, sí tuvo relaciones estables en las que se le veía feliz y equilibrado. Nada que descubriera el infierno que le quemaba en vida. Ni siquiera las marcas en la piel: “Entonces, lo que más ‘pegaba’ era la heroína. Pero él tenía pánico a las agujas, nunca se pinchó”, explica Patricia.

Y llegó aquella noche, el día que cayó la venda. Y nada fue ya igual. “Tanto su padre como yo intentamos por todos los medios que se pusiera en tratamiento para dejarlo, pero no aceptó. Creíamos que no quería, pero la verdad es que no podía”, relata ella. Su hijo llegó a decirle que sentía “envidia” de las personas que se quitaban la vida, que él no tenía valor “ni para eso”.

Patricia y su marido sí acudieron a una asociación, que estaba empezando entonces y que ya no existe, para que les dieran consejos para afrontar la situación. Fue el principio del fin. El psicólogo de aquella entidad recomendó a la familia que le echaran de casa: “Nos dijo que así tocaría fondo, y que decidiría ponerse en cura. Maldito el momento en el que hice caso de esas palabras, me pesan todos los días. Siento culpa”.

Nunca hubiera pasado en el Centro RED. La atención a familias incluye una sesión semanal porque “buscamos sumar factores que ayuden a la propia recuperación de las personas a tratamiento, pero también trabajar a la par con el estado emocional de sus familias”. Y añaden que “hemos creado un itinerario propio para el proceso terapéutico de las personas familiares, establecimiento de objetivos y los pasos necesarios para conseguirlos”.

El hijo de Patricia intentó volver a casa en varias ocasiones. Ella, siguiendo el consejo de aquel psicólogo, nunca le abrió la puerta. Hasta aquel día, hace ya dieciocho años, que sonó el teléfono. Le dijeron que su hijo, un hombre que para ella aún era un niño, ya no volvería a respirar. Que ya no habría más ruegos pidiendo ayuda, que no llamaría más en el portal. El mundo de Patricia se apagó.

Son las mujeres las que más presencia tienen en el acompañamiento de personas con adicciones. En el caso de las estadísticas de RED, son un 72 por ciento de los usuarios atendidos. El rol que más se repite es el de madre, seguido de pareja y de hermanas e hijas. En el caso de los familiares hombres, la mayoría son padres de las personas que sufren la adicción. También se registra, en el balance de la entidad, “muy poca representatividad”, de las parejas masculinas y los hermanos.

De vuelta al mundo apagado de Patricia, ella tuvo que alumbrarlo con tesón. “Supe que mi otro hijo, el pequeño, seguía los mismos pasos”. En este caso, era adicto a la cocaína. No sabe de dónde sacó la fuerza, lo apoyó en todo: “Tuvimos muchos problemas, llegó incluso a ingresar en prisión”. Pero no le cerró la puerta de casa: “No iba a dejar que me pasara lo mismo que con mi otro hijo, esta vez quería hacerlo todo lo mejor posible”. La historia no se repitió: ahora su hijo es un hombre sano, recuperado, que intenta rehacer su vida.

Sonríe recordando esta victoria reciente, pero la pena siempre está con ella. Ha llenado su vida de actividades. Tiene un tratamiento que la ayuda, pero a veces sueña con su hijo mayor. Le abre la puerta, le abraza y le susurra al oído: “Hijo, te estaba esperando”.

Compartir el artículo

stats