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De lo nuestro | Historias Heterodoxas

La aventura de superar Pajares

El viaje a Madrid antes del siglo XVIII duraba hasta veinte días; desde 1847, con un servicio regular de diligencias, tres días y dos noches

El gran Constantino G. Rebustiello publicó en 1978 una entrevista a Antonio Fernández González, uno de los dos conductores que el 17 de noviembre de 1922 lograron subir por primera vez el puerto de Pajares con una camioneta; el otro chófer, que entonces ya había fallecido, era José María Suárez, padre del esquiador Chus Valgrande.

Se trataba de una Ford con las dos ruedas delanteras macizas, capaz de llevar 1500 kilos a una velocidad máxima de 60 kilómetros por hora y aquellos arriesgados transportistas habían aceptado el encargo de trasladar en ella una bomba hidráulica desde el puerto de El Musel hasta León. Todo les fue bien hasta que la carretera empezó a empinarse, entonces el motor se sobrecalentó y al llegar a Flor de Acebos ya había quemado todo su aceite.

Los dos hombres tuvieron que pasar la noche al raso por el miedo a dejar solo a su vehículo; sin embargo, una vez solucionado el incidente pudieron superar la última rampa e incluso se atrevieron a rechazar la ayuda de los bueyes que habitualmente tiraban de los coches en aquel tramo imposible. De esta forma consiguieron coronar el puerto con éxito y su gesta pasó a ocupar un renglón en la historia de Asturias.

Y es que cuentan que esa cuesta llamada de La Casa también se conoce como Tibigracias porque antiguamente los viajeros que la remataban se ponían de rodillas para santiguarse mientras decían: “A ti te damos gracias, Dios” por haber podido llegar hasta aquí.

Como seguramente sabrán, hasta 1884 el ferrocarril no pudo salvar este paso, por lo que hubo unos años en los que las máquinas se detenían por un lado en Puente de los Fierros y por el otro en Busdongo y los viajeros debían hacer el tramo intermedio en coches de caballos. Lo que ocurría entonces está bien reflejado por algunos escritores que lo vivieron. Sirva como ejemplo un párrafo de Leopoldo Alas “Clarín” narrando las dificultades que traía este procedimiento en 1882:

“El viajero salta como la codorniz en su jaula, y si no está prevenido, se hace un chichón en la cabeza... El que baja el puerto por vez primera cree inverosímil que se llegue con vida al fin de la jornada. Y sin embargo, nada más cierto; la cuesta es empinada como ella sola; el abismo está a la izquierda con la boca abierta, las muías del tiro resbalan y a duras penas contienen una carrera forzada que las arrastraría al precipicio... Pero las ruedas del coche se agarran a la tierra con dientes de hierro, el mayoral es sabio y experto, el delantero va costeando los peligros del abismo; es aquello una navegación en un mar de piedra, con montañas por olas; si el piloto se descuida, el abismo se lo traga todo”.

Y en las décadas anteriores aún era peor. Hasta que la carretera que inició Jovellanos tuvo servicio solo podían llegar la Meseta los caminantes o los jinetes, mientras que el transporte de mercancías de los arrieros se veía limitado por esta insalvable circunstancia orográfica. En 1828 la obra alcanzó Campomanes e hizo falta contratar a cientos de obreros para salvar el estrechísimo paso de Malabriga donde los argayos eran constantes. Finalmente un enorme desprendimiento acabó cortando definitivamente el paso y para abrirlo se recurrió a un ingeniero francés que tuvo que luchar contra la naturaleza y a la vez con los reparos de los vecinos que aún tenían muy recientes las heridas de la Guerra de la Independencia.

Al margen del puerto de Pajares, hasta la llegada del ferrocarril los coches de caballos fueron el medio de locomoción más empleado en la Montaña Central en los trayectos que lo permitían y a su paso por el concejo de Lena–Mieres incluido– se fue creando una red de infraestructuras para atender vehículos, animales y personas que en algunos puntos fue muy densa y dio vida a los pueblos y dinero a sus habitantes.

Xulio Concepción señala solamente para la zona de La Frecha La Casa Postas (La Barraca), La Posá (Renueva), el propio Malabrigo, Vegavieyos y sobre todo La Casa Dulia en cuya puerta principal ha identificado las marcas que fueron dejando, tal vez a lo largo de varios siglos, los arrieros que afilaban en sus nobles piedras las navajas, imprescindibles para su subsistencia.

Algunos viajeros ilustres también escribieron sus experiencias sobre este trayecto. Cuando en 1786 visitó Asturias el médico inglés Joseph Townsend paró a comer en Mieres un pollo, huevos y algo de acompañamiento pagando por ello dos reales y en Campomanes otros dos por la dormida, y tuvo suerte al elegir el sitio, puesto que quedó satisfecho con la limpieza y la comodidad del establecimiento.

Fíjense ustedes en que después de tanto tiempo podemos identificar esta última posada, porque cuando Jovellanos también tuvo que alojarse en noviembre de 1793, precisamente para estudiar el trazado de su carretera, citó en Campomanes, la casa de Felipe, como más limpia, mejor, con ropa más aseada, mayor abrigo y sala más capaz que “la primera que se halla después de la casa de Ramírez, sin resguardo contra el frío, ni limpieza”.

Y las había aún peores, puesto que al alojarse otra tarde en Puente Los Fierros encontró la fonda tan sucia y falta de todo que tuvo que pedir al cura un par de colchones, porque la mejor de las camas que se le ofrecían era “insufrible por asquerosa”.

Según Jesús Evaristo Casariego, quien estudió los detalles de este mundillo, a finales del siglo XVIII los viajes entre las poblaciones asturianas podían hacerse de varias maneras según lo permitiese la economía: los más adinerados iban en sus propias caballerías y acompañados de criados montados; sin embargo los menos ricos solo llevaban un criado que les seguía caminando y si no tenían caballo, alquilaban uno con su correspondiente espolique (que así se llamaban los mozos que seguían a pie al viajero para volver después con la montura al punto de salida).

También era frecuente que dos viajeros compartiesen un mulo alternándose en la monta y por último, para los más humildes no quedaba otro recurso que desplazarse en el “coche de San Fernando”. El servicio de diligencias no se normalizó hasta la década de 1840 y hasta ese momento solo el obispo y los nobles de más alcurnia disponían de sus propios carruajes.

Las recuas de los arrieros que trajinaban con alimentos, vino o cualquier mercancía entre Oviedo y la Meseta iban tiradas por entre diez o más animales y solían ir acompañadas por otros viajeros para ayudarse y protegerse, primero de los bandidos y después de las partidas carlistas, que por si ya eran pocas las emociones del camino, lo animaban con sus trabucos.

El viaje hasta la capital de España en aquellas condiciones podía durar hasta veinte días, que se rebajaron a quince cuando se implantó la novedad de las galeras, enormes vehículos que podían tener cinco metros de largo y donde los pasajeros se hacinaban sin ninguna comodidad, lo que hacía necesario una reata de ocho mulas. Don Evaristo escribió que en 1815 existió uno de estos servicios de “galeras aceleradas”, primero semanal y luego bisemanal, entre Gijón y Madrid, que tenía una de sus paradas en el Parador de la Pasera de Mieres.

Un lugar, añado yo, que en aquel momento solo servía para que los viajeros se aliviasen y repusieran fuerzas, pero que más tarde, con la llegada de las modernas diligencias, iba a convertirse en uno de los puntos estratégicos del camino porque en él se reemplazaban las bestias del tiro.

En 1847, ya con mayores avances técnicos, se estableció el servicio regular de diligencias entre Oviedo y Madrid con una periodicidad bisemanal que se amplió en 1849 y una década más tarde ya era diario, mientras que a la vez aumentó el número de los afortunados que poseían sus propios carruajes y hacían el trayecto por su cuenta. Siguiendo de nuevo a Casariego, dos empresas se encargaban de esta línea: “Mensajerías del Norte” y “El Poniente de España”, y el tiempo invertido en el recorrido pudo reducirse a tres días y dos noches con quince relevos hasta Madrid, el primero en Mieres, el segundo en Puente de los Fierros y el tercero ya en Busdongo.

A pesar de todo, la cuesta de Tibigracias continuaba siendo un infierno, para superarla era necesario amarrar más animales y para bajarla se frenaba una de las ruedas traseras con una plancha de hierro evitando así que la velocidad lo arrastrase todo, y aun así había que contar con la meteorología que en ocasiones cortaba totalmente el paso durante varias semanas. Ahora ya es todo mucho más fácil.

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