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La Memoria Histórica en la comarca: Familias y asociaciones buscan investigar una segunda fosa común en Parasimón

Solo cuatro de los once cuerpos del enterramiento lenense pueden ofrecer muestras de ADN válidas, y hasta ahora no hay coincidencias

Recreación de cómo colocaron los cadáveres en la fosa común de Parasimón, en Lena.

Las once personas asesinadas y enterradas en la fosa de Parasimón (Lena) buscan sus nombres. El laboratorio ha finalizado ya las pruebas de ADN de los restos recuperados durante la excavación en la zona, abanderada por la Asociación Amigos y Familiares “Fosa Parasimón”, y hay cuatro muestras válidas para su comparación con familiares vivos. Desafortunadamente, ningún resto ha arrojado coincidencias con los familiares de Luis Cienfuegos, máximos impulsores de esta investigación. Ahora se estudia la posibilidad de estudiar un segundo enterramiento en la zona.

Fueron estos familiares los que ubicaron la fosa de Parasimón, gracias al relato de un vecino anciano que aseguró haber presenciado el fusilamiento, en esa zona del puerto de Pajares, siendo aún un niño. Ocurrió el 11 de noviembre de 1937. Ese mismo vecino reconoció, entre los cuerpos ya sin vida, a Luis Cienfuegos: era un vecino de Parana (Lena), que se había casado en Aller. Trabajó en el Ayuntamiento durante la República.

Las excavaciones, con Antxoka Martínez y Paco Etxeberría

Tras conocer estos detalles de la historia, los familiares de Luis Cienfuegos iniciaron un arduo trabajo para dar con su ancestro. Comenzaron con una prospección, que llevó a cabo el arqueólogo Antxoka Martínez. Arrojó datos importantes: en la zona se había producido un fusilamiento para el que se empleó una gran cantidad de munición.

Llegó una campaña sin precedentes: mediante “crowdfounding” (micromecenazgo en la red), consiguieron fondos para una investigación completa. Entre los antropólogos participantes estuvo el reputado Paco Etxeberría –conocido por su labor en investigaciones forenses como el “caso Bretón”–. Trabajaron en la fosa durante un fin de semana: suficiente para desenterrar la verdad.

En la fosa de Parasimón fueron “paseados” once hombres. Todos adultos y, muy probablemente, del concejo de Aller. “Sabemos que Luis Cienfuegos estaba entre ellos, por lo que suponemos que el resto de personas asesinadas también residían en el mismo valle”, explicó Antxoka Martínez. Fueron colocados como un pelotón de fusilamiento y la magnitud de munición indica que sus asesinos no eran expertos tiradores. De estas once personas, debido a la acidez del suelo, solo cuatro ofrecen restos de ADN viables para ser analizados. “Nos queda también el análisis antropológico”, destacó Martínez. Este método permite identificar a los individuos a través de peculiaridades físicas: una ligera cojera, una fractura ósea o la altura.

En Parasimón aún no está todo el trabajo hecho. Los esfuerzos de la entidad de Amigos y Familiares “Fosa Parasimón” y de Antxoka Martínez se centran ahora en investigar un segundo enterramiento en la misma zona. Se sabe poco, hasta el momento. Todo parece indicar que hubo más víctimas y que se ejecutaron de forma desordenada, y no a través de un pelotón de fusilamiento.

Quedan además algunos misterios sin resolver, como el hallazgo de un anillo de oro grabado que encontraron en la primera campaña: ¿Quién era ese preso, que pudo superar los controles y guardar una joya de valor entre sus pertenencias?

La historia que sigue es un relato novelado sobre los días previos y el momento del fusilamiento que tuvo lugar en la fosa de Parasimón (Lena), el 11 de noviembre de 1937. El protagonista, el maestro Antonio, es un personaje ficticio. Lo mismo que el resto de personas que aparecen, salvo Luis Cienfuegos. Este hombre sí existió y, con total seguridad, fue uno de los once fusilados que luego enterraron en la fosa. Para la redacción de este relato se han tenido en cuenta los datos y testimonios aportados por los familiares de Luis Cienfuegos. La familia trabaja incansable en favor de la Memoria Histórica. También han colaborado el doctorando en Antropología por la UNED, Heri Gutiérrez, y el arqueólogo y uno de los principales investigadores de la fosa Parasimón (Lena), Antxoka Martínez. Además, incluye detalles aportados por un anciano de la zona que presenció el fusilamiento siendo un niño. Falleció hace un lustro, se llamaba Celesto.

Los últimos días de los fusilados

8 de noviembre de 1937. Siempre miro a Martina cuando riega las plantas de la antojana. A veces, como hoy, levanta la cabeza y sonríe: “¿Qué miras, Antonio?”.

Miro esa sonrisa, como la primera vez que la vi. Yo era un chaval andaluz recién llegado a un pueblo minero del concejo asturiano de Aller. Un maestro de la República al que recibió el alcalde: “Aquí tienes tajo, guaje. Esta ye la escuela de Boo”. Unos meses después, comprendí lo que me había dicho. Lo que era el tajo, lo que era ser un guaje…

A Martina, en aquella verbena en la que nos conocimos, también le parecí un guaje. Me lo dijo el día de la boda: “Es que no tienes cara ni manos de paisano”, rió, colgándose de mi brazo. Poco después llegó Antón, que hace dos días cumplió los cinco años. Y, ahora, la barriga de Martina crece a diario: “Va a ser nena”, me dice en voz baja por las noches.

“¿Antonio Adarre Pérez?”. Esa voz ronca, en la puerta, me para el pulso. Se me cierra la garganta, aún así respondo: “Yo soy”. Me dicen que me llevan al cuartelillo, que me calce. Ya dentro del furgón, el golpe de una culata en la boca me llena la lengua del sabor de la sangre. La vista se me nubla.

9 de noviembre de 1937. Llevo un día en esta celda y el olor ya no me molesta. Estamos hacinados, con cuatro colchones y poco más, once hombres. A uno, a Luis Cienfuegos, le conozco porque trabajaba en el Ayuntamiento. Otros dos son funcionarios, otro minero. Los demás están callados siempre. “¿Qué te ficieron, chaval?”, me preguntó Cienfuegos cuando se fue el guardia. Acerté a encogerme de hombros.

Tengo el recuerdo del día de ayer como un puñado de fotos. Veo a Martina tocándose la barriga cuando me sacaron de casa. Veo mi cuerpo desnudo recibiendo golpes. Veo al oficial gritándome: “¿Por qué no enseñaste el catecismo?”; “¿Por qué le diste a una guaja a leer un libro de rojos?”. En algún momento, saqué la poca voz que me quedaba en el cuerpo: “Soy ateo”. Y los guardias se miraron. Me dieron la ropa, y me empujaron a la celda.

Hay tal silencio entre estas cuatro paredes, que pienso que he perdido el oído en la paliza. Uno de los que siempre está en silencio, de repente, alza la voz: “Van a fusilarnos, a todos. Dijeron que van a llamar a un oficial de los que hace guardia en La Carisa. Van a matanos”. Busco en el bolsillo de la chaqueta, ojalá haya guardado un carboncillo.

10 de noviembre de 1937. Hoy está de vigilante el guardia más joven. Tiene, como me dijeron a mi tantas veces, “cara de guaje”. Quizás por eso, Martina le convenció para entrar a verme al cuartelillo. Está sentada a mi lado, con la barriga más grande y la cara más afilada: “Antonio, si ya le dije yo al guardia que tú no ficiste nada… Igual mañana te sueltan. Antón pregunta por ti, y yo no sé qué decirle”.

La miro en silencio. Pocas certezas he tenido yo, hombre de preguntas, en esta vida. Pero sé, sin ninguna duda, que es la última vez que voy a verla. Enrosco las manos en la melena rizada y le doy un beso en la frente, justo cuando el guardia entra para llevarme de vuelta a la celda. Me quito la chaqueta, y se la doy: “Martina, arregla el bajo para cuando vuelva”.

11 de noviembre de 1937. Hubo mucho ajetreo por la mañana, botas pesadas sin parar por el pasillo. Yo creo que ya es mediodía, por la luz que dibujan las rejas de la ventana. “Vais al camión”, grita el guardia al abrir la celda. “¿Y vais a matanos?”, pregunta con bravura uno de los mineros. Le callan con dos navajazos en la cara. Nadie vuelve a decir nada.

En el camión, voy sentado frente a Cienfuegos. “Vamos en dirección a León, igual a la cárcel de San Marcos”, susurra el más joven. Cuando empezamos a subir el puerto, el camión se para en una orilla y nos sacan apuntándonos con los cañones de los fusiles. Caminamos unos quinientos metros cuesta arriba, en dirección al monte.

Pienso en la verbena con Martina, cuando bailamos y me olió a jabón. El llanto de Antón, el primer segundo que lo tuve en brazos. El pan que hacía mi madre, que luego desayunaba con aceite. Las manos de mi padre, tan ásperas que me arañaban cuando me tocaba la cara: “Así, hijo”, me susurró cuando me hice maestro.

Miré a derecha e izquierda, rodeado de aquellos hombres que me habían acompañado en los peores días de vida. Formábamos un pelotón. Cerca, escuché un cencerro. Y una última palabra: “Fuego”.

12 de noviembre de 1937. Martina sintió que la vida se paraba en su vientre cuando vio los ojos del guardia más joven. “Vuelva a casa, señora. Usted es viuda”, le dijo. Como si le hiciera un favor, como si decirle que Antonio ya no respiraba fuera un acto de misericordia. Llegó a casa y vio la chaqueta de Antonio, la que le dio cuando fue a verlo al cuartelillo. La olió, y pareció volver a escucharlo. “Martina, arréglame el bajo para cuando vuelva”. Descosió la chaqueta, y allí estaba: una nota escrita a carboncillo.

“Martina, dicen que nos van a matar hoy o mañana. Sé valiente, sé fuerte. Antón y la niña merecen una madre. Recuerda que el muerto soy yo, tú sigue viviendo. Siempre te quise, desde la primera verbena. Antonio”. 

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