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Tres cuentos de Navidad

Los relatos breves “Telepasión”, “Los Campanilleros” y “En el portal”, de Belén López y Carlos Díaz

Tres cuentos de Navidad

Telepasión.

Primero los escuchó de pie. Pasados unos días se decidió a acercar una silla. Más tarde su sillón favorito. Por último, instaló una mesilla auxiliar para tener a mano sus revistas, libros o la cena. Lo había descubierto por casualidad: las conversaciones, risas, enfados y confidencias –la vida, en definitiva– de sus vecinos de la planta de abajo se colaba a través del hueco de la chimenea que desde hacía lustros cumplía meras funciones decorativas. Hacía seis años que eran su mejor compañía. Desde su secreta y privilegiada posición había asistido a la noticia del embarazo de Ana. Aún recordaba los gritos de alegría de Joaquín. También sufrió el primer año de cólicos de la pequeña María. Y el disgusto del cabeza de familia cuando perdió el empleo, que se compensó con algarabía y la apertura de una botella de cava, supuso, cuando tres meses después volvió a encontrar trabajo, esta vez en Salesas, más cerca de casa. Fue así como el anciano, poco a poco, se convirtió en uno más de ellos, aunque solo él lo supiera.

Su gato, Herodes, era su único consuelo desde que falleciera su mujer, momento en el que se había encerrado en sí mismo. Conocía a pocos inquilinos, pero a fuerza de tratar con familiaridad –en el ascensor, en el portal– a sus vecinos de abajo, había empezado a creer que entre ellos había aprecio. De hecho, estaba seguro de que era la pequeña María la que colaba a diario una galletita para gatos por debajo de la puerta. Herodes se pasaba horas al acecho a la espera de su golosina. Y él se reía.

En aquella noche especial, había dispuesto la mesilla con varios caprichos. Puso la tele, sin sonido, pendiente de sintonizar el canal de sus vecinos y que así tele y conversación llegarán al unísono. Suponía que sería Telepasión, como otros años. De pronto oyó el característico ruido de galletitas rodando y el gato salió a la carrera. Le llamó la atención que fuera tan tarde así que, por primera vez, decidió pillar a la pequeñaja, que le tenía encandilado. Abrió la puerta con una sonrisa de oreja a oreja y Herodes se lanzó escaleras abajo, persiguiendo a la niña que huía muerta de risa hacia su casa. Frente a él, Joaquín y Ana le miraban nerviosos.

–Andrés, llevamos varios años con la idea y esta vez nos hemos decidido: ¿Cenaría esta noche con nosotros?

Al anciano se le enturbiaron los ojos y miró hacia atrás pensando en que tendría que coger un jersey y la botella de sidra de la nevera.

–Si Herodes ya aceptó, yo no voy a ser menos.

Y los tres se fundieron en un abrazo.

Los Campanilleros.

Llegué sobre las siete. A pesar del frío de la última noche del año, el abuelo me estaba esperando bajo la tenue luz exterior del porche de la casa. Me puse a su lado, contemplando las luces de Moreda, especialmente iluminada por los arcos navideños. Los villancicos, resonando suavemente de fondo a través de la megafonía instalada en varias calles, llegaban a nosotros reverberados por el eco de valle. Cerré los ojos y guardé silencio.

–Jovino, ¿eres feliz? –me dijo pasado un minuto.

Me quedé mirándolo sorprendido por la pregunta.

–Sí, creo que sí, supongo. Si es que la felicidad existe… –respondí, tratando de no mojarme demasiado.

–No seas bobo, claro que existe. Yo fui feliz, así que estoy convencido.

–Con la abuela –afirmé.

–Con ella, sobremanera. Y con vosotros, con tu padre y contigo.

–Gracias.

Nuevo silencio.

–Andas un poco “gachu”... –advertí.

–Es la Navidad que me pone mustio…

–Venga, hombre. Pero si tú no crees en nada de esto.

–¿Cómo que no? ¿De dónde sacas esa idea?

–No sé. No eres creyente…

–Qué confundido estás. Mi Navidad no tiene que ver con ser creyente. ¿Ves las luces? ¿La música? ¿La gente por la calle proponiéndose ser mejores personas? ¿Los niños cantando villancicos? ¿Las madres preparando la cena para los que van a venir? ¿Cómo no voy a creer en eso?

–Ya… –acepté, rendido a su elocuencia.

–Hay una antigua canción popular andaluza, “Los campanilleros”. ¿La conoces?

–No.

–Pues deberías. Si la escuchas sin prestar atención a la letra, guiado solo por la emoción de la música, te pone la carne de gallina. Pero si te fijas en la letra puedes llevarte una sorpresa. Porque cambia. Hay versiones que resultan en un villancico. Otras en las que se trata de una historia de amor. Y alguna, el canto revolucionario de un pueblo. Así es la Navidad. Su significado puede variar con las personas, pero hay algo común a todos que no nos deja indiferentes, al menos a mí. Lo que tiene que ver con su melodía: los niños cantando, las madres cocinando, los recuerdos de cuando eres crío, de cuando tienes a la mujer a tu lado. Eso solo lo consigue la Navidad. Así que ¡vaya que sí creo en ella!

Me había quedado sin palabras. Nunca había escuchado a nadie explicar aquellas fechas de celebración de una forma tan rotunda e inclusiva, tan pragmática y profunda a la vez.

–“Los campanilleros” –dije, interiorizando una idea que desde aquel momento formaría parte para siempre de mi manera de entender las cosas.

–La Navidad.

En el portal.

“Hace un par de horas que ha comenzado a nevar cubriendo la calle de blanco, virgen de rodadas. A esas horas, y en ese día, todos están en sus casas, de celebración. O casi todos. “Me molesta que me tomen el pelo. Mi segunda Nochebuena y las dos veces de patrulla”, protesta el agente de la policía local poniendo máxima atención en la conducción. “No te enfades. Mira yo, con 50 años y aquí, acompañándote”, dice el veterano tratando de consolar a su colega. “Ya, tú vives solo y…”, el novato se calla, “lo siento, no quería decir…”. Pero su compañero no le presta atención, ha visto algo. “Para. Hay alguien durmiendo en el portal del antiguo banco de Gijón”, explica mientras sale del coche. Ya en el portal, ilumina con su linterna al desconocido, que está acostado dándole la espalda, arrugado sobre sí mismo. Lo acompañan un perro mestizo y una gata calicó. Al oír ruido, el indigente se levanta rápidamente y se vuelve, acuclillándose contra una esquina sin perder de vista al policía. Ojos grandes, intensos, asustados. “No me haga daño…”, pronuncia en un mal español, con lágrimas en los ojos. “Dios mío, si apenas eres una niña”. El agente se agacha y le acaricia el rostro. No da crédito. “Está embarazada”, apunta su compañero justo detrás de él, observando la barriga de la adolescente. “¿Cómo te llamas? ¿Cómo has llegado aquí?”, pregunta el veterano mientras se quita su zamarrón y se lo pone a la muchacha por los hombros. “Amira, vengo de Senegal”, acierta a decir ella, a la vez que su cuerpo se sacude por la enésima contracción del parto. “Yo, José”.

Cuando el personal sanitario llega al portal es recibido por el vigoroso llanto de una hermosa niña, que se ha abierto paso hasta la vida. La protegen un perro, una gata y un sólido ovillo humano de tres personas que la llenan de calor».

–Esta es la historia que circula en nuestro pueblo desde hace tiempo –explica una madre a su hija de ocho años. Se lo cuenta para distraerla del pánico que les provoca un Mediterráneo embravecido.

–¿Por eso viajamos?

–Así es. ¿Ves a las personas que vienen con nosotras en el cayuco? Todos, hombres y mujeres, perseguimos lo mismo: encontrar a nuestro José.

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