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de lo nuestro Historias Heterodoxas

El accidente de un niño minero

Ramón Fernández, de 12 años, sufrió rotura de fémur en La Pereda, en 1903: entonces una quinta parte de los trabajadores eran menores

guaje minero

La Universidad de León publicó en 2015 la tesis doctoral “La Sociedad Anónima Minas de Riosa en la industrialización asturiana (1899-1915)”, obra de la investigadora Mercedes Fernández Menéndez, nacida en Morcín e hija y nieta de mineros. En su trabajo realiza un completo análisis sobre los archivos de esta empresa incluyendo en uno de los anexos un estudio sobre los accidentes más graves ocurridos o significativos en su historia. Entre ellos está el expediente con los pormenores del siniestro sufrido el 2 de agosto de 1903 por Ramón Fernández, un trabajador preadolescente.

Mercedes Fernández transcribe una carta estandarizada fechada en La Pereda en la que se informa a la Caja de Previsión y Socorro de las consecuencias del accidente que había sufrido el día 21 anterior este operario de doce años y medio de edad, que trabajaba seis horas y media al día con un salario de una peseta y cincuenta céntimos.

Ramonín era natural de Turón, aunque vivía con sus padres Tomás y Rita en El Corión, parroquia de Loredo, y había resultado herido a las siete y media de la mañana por un vagón que estaban colocando en el cargadero de coque de La Pereda, siendo trasladado inmediatamente al hospitalillo provisional que tenía allí la Sociedad Minera.

La historiadora señala cómo la empresa quiso quedar bien ante sus trabajadores mostrando un trato especial hacia el pequeño y por ello hizo que en las primeras curas interviniesen dos médicos, en vez de uno, como era habitual. En este caso se trató de don Nicolás Real, domiciliado en Ablaña, y don Ángel Bueres, al que se hizo venir desde Riosa, quienes certificaron que el niño presentaba fractura completa y abierta del fémur derecho en su tercio medio y superior y una herida de unos 20 centímetros de longitud inciso contusa que dejaba al descubierto la tibia y el peroné y además otra herida de unos 3 centímetros en el talón, producidas todas por contusión, aunque a pesar de ello su estado general era relativamente satisfactorio.

El informe que el ingeniero Antonio Sempau, entonces director facultativo de la Sociedad Anónima Minas de Riosa, envió al gobernador civil de la Provincia, también fue especialmente minucioso al señalar que el accidente se había producido en un punto exterior, porque si bien las leyes del momento permitían trabajar a los mayores de diez años, estaba prohibido que lo hiciesen en el interior de las minas, y de haberse dado esta circunstancia, sería motivo de anulación de la póliza por parte de la compañía aseguradora.

El caso de Ramón Fernández es un buen ejemplo de los riesgos que corrieron tantos y tantos pequeños empleados en nuestras minas y también refleja una época en la que si los derechos de los varones adultos ya estaban recortados y los de las mujeres eran todavía mucho menores, los de los niños y niñas prácticamente no existían, a pesar de que la necesidad los forzaba en muchas ocasiones a incorporarse al mundo del trabajo cuando aún no habían completado su desarrollo.

La primera norma legal para solucionar este problema se debe a la I República y al pensamiento de Pi y Margall, quien fue de los primeros en señalar la necesidad de “velar para que los niños no sean víctimas ya de la codicia, ya de la miseria de sus padres”. Poco después de que pronunciase estas palabras, el 24 de julio de 1873 se promulgó la llamada Ley Benot, redactada por el ministro de Fomento Eduardo Benot, un político e intelectual federalista que más tarde iba a estar entre los integrantes de la llamada Generación del 98.

La ley buscaba la protección de las mujeres y los niños, defendiendo su derecho a la educación, aunque se ceñía solo a los establecimientos industriales y mineros y trajo la prohibición de aceptar como mano de obra a los niños y niñas menores de diez años; la limitación de la jornada laboral a cinco horas para los niños por debajo de los trece años y las niñas de catorce, y de ocho horas para los jóvenes de trece a quince años y las jóvenes de catorce a diecisiete. Aunque la novedad más polémica fue la creación de jurados mixtos, lo que provocó graves enfrentamientos entre obreros y patronos.

Desgraciadamente, la agitación que se vivió en el breve periodo republicano hizo que los efectos de esta norma fuesen mínimos y sus disposiciones no se tuviesen en cuenta en los diferentes distritos mineros, que siguieron trabajando sin ninguna variación y contratando como lo hacían antes de la medida.

Más tarde, la Ley de 26 de julio de 1878 prohibió incorporar a los menores de dieciséis años a las profesiones de riesgo, en una clara referencia a las minas, y a la vez obligó a sacarlos de los espectáculos públicos peligrosos, algo que vemos que sigue sin cumplirse del todo en la actualidad.

Por fin, en 1900 el conservador Eduardo Dato confirmó algunos aspectos de la Ley de 1873 como la prohibición del trabajo a los menores de diez años, o a dieciséis si se trataba del interior de las minas, impidiendo el trabajo nocturno a los menores de catorce, y al mismo tiempo se fijó la jornada máxima en seis horas. Pero ya en 1902 otro Real Decreto aumentó ese horario estableciendo que el trabajo infantil no debía superar las once horas –es decir, nada menos que sesenta y seis horas semanales– aunque, eso sí, respetando las normas de la Iglesia, se incluyó la obligatoriedad del descanso dominical.

Gabriel Santullano ha calculado que en 1883 se ocupaban en las minas asturianas ochocientos cincuenta y tres niños, una cifra que lógicamente aumentó al mismo ritmo que lo hizo la industrialización regional, de manera que en 1901 de los doce mil ciento ochenta y cinco obreros mineros de nuestras cuencas, aproximadamente una quinta parte eran niños, y hubo que esperar a 1910 para que los menores de dieciséis años y las mujeres no pudiesen realizar trabajos subterráneos de arranque de mineral.

Sin embargo, los profesores Miguel Ángel Pérez de Perceval y Andrés Sánchez Picón, que se han ocupado del trabajo infantil en la minería española entre 1850 y1940, apuntan como los empresarios siguieron contratando niños de edades más tempranas que las que marcaba la legislación. Por ejemplo, en los libros del Hospital Municipal de La Unión, donde se ubicó uno de los distritos mineros más importantes de España, se encuentra un apunte de 1913 en el que se lee que aquel año fue atendido por heridas contusas de gravedad un menor de tan solo once años, a causa de un accidente en la mina “Desechada”, sin que se pudiese evitar su muerte.

Por uno de esos bucles que se producen en la historia, posteriormente las mujeres consideraron discriminatoria su exclusión de los trabajos mineros de interior y reivindicaron su incorporación en las mismas condiciones que los varones como un derecho incontestable.

Por su parte, a pesar de la normativa, los niños han trabajado hasta hace relativamente poco tiempo en actividades muy diversas, y todos recordamos, por ejemplo, a los vendedores de periódicos o a los pinches, empleados en muchos establecimientos comerciales con la misma jornada que los adultos a cambio de un salario mucho menor y sin ninguna protección legal.

Y en cuanto a la consideración de los menores de dieciocho años como sujetos de pleno derecho hubo que esperar a la Convención sobre los Derechos del Niño adoptada por la Asamblea General de Naciones Unidas en 1989, aunque quienes vivimos nuestra infancia en las décadas anteriores conocemos de sobra el poder absoluto de los padres sobre los hijos, los malos tratos de algunos maestros y el abuso de poder de ciertas autoridades.

Esta semana me contó mi amigo Ángel María García un episodio que no me resisto a hacer público y que seguramente aún recordarán sus protagonistas. Ocurrió a finales de los años cincuenta en la escuela de Siana, cuando sin otra intención que la de retrasar algunas clases mañaneras, uno de los niños se entretuvo bloqueando la cerradura de la entrada con pegamento.

Después de que las pesquisas del maestro no diesen resultado, se recurrió al rígido y temido cabo Blanco, que sin ningún reparo seleccionó a un grupo de niños y los hizo bajar con él para encerrarlos en el “cuartón”, los calabozos habilitados en los bajos del Ayuntamiento. Luego los fue interrogando uno a uno como si fuesen adultos sin obtener otra cosa que balbuceos, sollozos y hacerles conocer de cerca lo que era el miedo, porque realmente nadie sabía quién había sido el autor de la travesura. Ya lo hemos dicho en otras ocasiones, afortunadamente los tiempos han cambiado.

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