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de lo nuestro Historias Heterodoxas

Las andanzas del abad de Parana

Juan del Rosal era a finales del siglo XVII un poderoso terrateniente con hábito, mal educado y déspota, aunque bien relacionado en la Iglesia

El abad pegando al cura, según la recreación de Alfonso Zapico Alfonso Zapico

Para situarnos en la historia de hoy debemos viajar en el tiempo hasta la última década del siglo XVII y quedarnos en el entorno de Parana, un pueblo del concejo de Lena emplazado a media ladera sobre el antiguo y penoso camino de Castilla, que en este punto ya empezaba a empinarse hacia el Puerto de Pajares. Los protagonistas fueron Melchor de Valbona, clérigo presbítero de la misma zona, y don Juan del Rosal, abad de Parana y que tenía además los beneficios de San Pedro de Cabezón, San Martín de la Puente de los Fierros y Santa María de Congostinas.

Antes de entrar en materia debemos saber que la villa de Parana se cita por primera vez en un documento fechado el 8 de febrero del 976 y todo indica que entonces o poco después ya existía allí un pequeño monasterio familiar dedicado a Santa María que más tarde fue cedido a la Iglesia de Oviedo.

La historiadora Ludivina Álvarez Fernández escribió en 2017 en la revista "Vindonnus" que la cita más antigua sobre un abad en Parana es del año 1219, pero esto no significa que cuatro siglos más tarde aún existiese allí una comunidad monástica, ya que en Asturias muchas veces la dignidad de abad fue solo un beneficio que otorgaba el Cabildo de la catedral de Oviedo a sus canónigos para que pudiesen disfrutar de los bienes y jurisdicción de un territorio.

Por lo tanto nos encontramos con que don Juan del Rosal no era otra cosa que un poderoso terrateniente con hábito, mal educado y déspota, aunque con buenas amistades en los círculos eclesiásticos que siempre le dieron la razón en sus fechorías.

Ya ven lo que son las cosas, seguramente él nunca pudo pensar que en pleno siglo XXI alguien iba a recordar sus trastadas, pero eso es lo que vamos a hacer ahora en esta página gracias a un documento que me ha pasado el genealogista Gil Castañón Esgueva. Se trata de un protocolo notarial firmado en el lugar de Fresnedo de Puente de los Fierros, que él encontró hace años en el Archivo Histórico de Asturias y decidió copiar porque su contenido le pareció un buen ejemplo de los abusos que cometían impunemente algunos personajes en las zonas rurales asturianas hasta la llegada de la industrialización.

Está fechado el 13 de noviembre de 1696, cuando se personó ante el escribano Toribio González Quirós y varios testigos el licenciado Melchor de Valbona para poner una querella criminal contra el abad Juan del Rosal; sus hermanos Alonso y Toribio, uno regidor del concejo de Lena, y el otro residente en el Mesón del Caballo de la ciudad de León, y otros ocho individuos que llevaban años persiguiéndolo y haciéndole la vida imposible.

Dos de los acusados, Francisco Flórez y Gaspar de Marines, tenían cargos de responsabilidad en los tribunales de Oviedo, pero entre los otros nueve hombres vinculados al entorno de Parana, incluyendo al denunciante, encontramos nada menos que seis veces el nombre de Toribio, muy frecuente en esa zona: así se llamaron también otros personajes de pueblos próximos como el famoso cazador de osos Toribio García Morán "Toribión de Llanos" o el pintor Toribio Fernández Vaquero, autor de las pinturas del camarín de Bendueños, lo que hace suponer que este nombre debió de tener una importancia simbólica para las familias de esta tierra.

Volviendo a nuestra historia, Melchor de Valbona empezó contando como una noche cuando regresaba a su casa lo habían asaltado a golpes y pedradas en un descampado dejándolo por muerto y en ese estado le quitaron una casaca de paño plateado que el abad mandó deshacer y transformar en polainas para sus criados.

Después, el abusador para disimular su acción acudió al Tribunal Eclesiástico de la Ciudad de Oviedo con la calumnia de que Melchor iba a tener contacto carnal con una mujer a cierto molino próximo a aquel sitio, cuando lo cierto era que efectivamente una vecina que estaba en aquel molino, al oír los golpes había ido hasta Parana a dar cuenta que estaban matando a un hombre. Sin embargo esta mentira triunfó ayudada por otros testimonios falsos y Melchor fue condenado por su condición religiosa y estuvo mucho tiempo preso en Oviedo hasta que pudo averiguarse la verdad y el fiscal fue sancionado sin recibir sus salarios y el verdadero culpable detenido.

Pero el abad no se dio por vencido y recurrió a un amigo, un caballero del concejo de Lena, tan poderoso que Melchor no se atrevió a litigar con él con lo que el Tribunal Eclesiástico volvió a detenerlo instándole a apartarse del asunto.

El clérigo denunciante dijo al notario de Fresnedo que desde entonces sus enemigos no habían dejado de arruinar y ultrajar sus bienes y hacienda, rompiendo los cierres de sus prados y echando a pasto común las paciones y que incluso habían llegado a quemar el portal, bodega y parte delantera de su casa. Que también lo había acusado falsamente en presencia de los jueces del concejo y de cuarenta sacerdotes, legos y otras muchas personas nobles y plebeyas de haber robado los cepos de la ermita de San Bartolomé, y en otra ocasión de estar amancebado con su criada viuda María Fernández Perera lo que lo llevó a estar preso otros cuarenta días en Oviedo.

Más adelante volvió a referirse a esta mujer relatando que al morir su marido Toribio de la Campa -otro Toribio-, ella quedó con cuatro pequeños a su cargo y como no pudo pagar el entierro se encargó el abad haciendo que doce sacerdotes interviniesen en los oficios y cabo de año, presentando después una cuenta tan elevada que para cobrarla en especies se metió en un prado que esta tenía en propiedad talando todos sus árboles para levantar dentro de él un hórreo, un horno, un lagar y otras construcciones sin su permiso. Y así llevaba más de quince años gozando sus frutos, sin que a los hijos del fallecido les hubiese quedado ni un maravedí.

Después pasó a enumerar una larga lista de abusos que Juan de Rosal y los suyos habían cometido contra otras personas: a Melchor Fernández de la Romia, patrono de cierta Obra pía, porque no quiso beneficiar a una cuñada de un criado del abad le dieron muchos golpes y le descalabraron; a Pedro González de Güelles, porque no repartió a su gusto la alcabala le amenazó con cobrársela de su lomo y sus costillas y a María López, también viuda, que se atrevió a llevarle la contraria con un impuesto la lastimó e hizo malos tratamientos en dos ocasiones.

Y Alonso del Rosal, el hermano del abad tampoco se quedaba corto en su despotismo. A Juan de Quintanal regidor en el lugar de las Puentes, porque no quiso obligar a los vecinos de su jurisdicción a fabricar un puente para que él pudiese traer la yerba de sus prados, un día que se encontraba descansando mientras veía el juego de la bola de Puente de los Fierros, le tiró una piedra a la cabeza, sin tener en cuenta su poca salud. Y al vecino Juan Álvarez de la Cruz, que también estaba sentado con los que miraban el juego se fue a él y le dio tal bofetón que lo derribó en tierra para patearlo a continuación ayudado por su hijo Ventura y el mismo abad, quienes no contentos con eso corrieron a su mujer a puntapiés.

La lista de actos violentos que presentó Juan de Valbona es tan larga que ocuparía esta página, pero encima añadió otros delitos de diferente índole que nos definen a un personaje siniestro y corrupto, digno antepasado de algunos políticos de nuestros días.

Por ejemplo, dijo que el abad requisaba ganado mayor, carneros, cabras, pan, hierba, cebada, guadañas, madreñas y otras cosas a los vecinos pobres diciéndoles que eran para el rey; que libraba de ir al Ejército a mozos viciosos y sin embargo amenazaba a otros buenos y trabajadores con enviarlos allí si lo contradecían; que cerraba a su gusto prados que eran comunes y dejaba entrar a sus vacas, yeguas, lechones y carneros para comer libremente en los que eran propiedad de los infelices vecinos.

Y como era de suponer, para hacer el completo también lo acusó de tener tratos ilícitos con mujeres e incluso hijos con algunas, y de aprovecharse en los tiempos de carestías vendiendo trigo, centeno y sal.

Es una pena no saber en qué paró la denuncia del pobre clérigo, pero a juzgar por las amistades que tenía el abad nos tememos que no solo salió airoso de este trance sino que se pudo vengar con saña de la desesperada iniciativa que tuvo el pobre clérigo ¡Ay, la Justicia!

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