De marqueses a hoteleros en Aller: la historia de los nobles andaluces que han abierto un alojamiento turístico en Santibanes

Los titulares del marquesado andaluz de Zenete cuidan de 70 cabras y 5 vacas

Javier Saavedra y Mencía López-Becerra de Casanova, marqueses de Zenete, en su boda. | Luna y Sol

Javier Saavedra y Mencía López-Becerra de Casanova, marqueses de Zenete, en su boda. | Luna y Sol

Eduardo Alonso

Desde Moreda la carretera culebrea por el valle allerano del Ríu Nigru, cruza Nembra y Murias y tras ochenta y tres curvas y diez kilómetros llega a Santibanes, la última aldea, a 700 metros, al pie de la cordillera. El valle es angosto y selvático, y el río es invisible, hundido en el fondo de la barranca. Con las crecidas suena como el zumbido lejano de un compresor viejo. Ya no es negro, hace tres décadas que baja claro y limpio, sin natas ni polvo de antracita.

A la entrada de "Santibáñez", antes de llegar al chigrín acogedor de Rosa, el rótulo en castellano de la carretera tiene una falta de ortografía: le falta el acento. El pueblo tiene dos barrios, el Cocheu y el Cunfurcu, y en medio queda una cancha de baloncesto sin uso, la iglesia y el cementerio. La iglesia se levantó hace más de doscientos años y celebra en mayo a Santa Rita –lo que se da, no se quita–, patrona de los imposibles, pero la santa está prejubilada, tiene pocos fieles. En Santibanes viven veintitantas personas todo el año, una en cada casa, como ocurre en la Asturias vaciada. Hace algo más de medio siglo el pueblo llegó a tener unos trescientos vecinos con los inmigrantes extremeños y portugueses que venían a trabajar a los chamizos del monte y se alojaban con su prole numerosa en cuadras y hórreos. Entonces la algazara y las carreras de setenta escolares llenaban las caleyas de los dos barrios. Hoy en Santibanes solo hay una nena, se llama Menci, tiene siete años, baja a la escuela de Caborana en el coche de línea de las 8.30 de la mañana y es la heredera de un título nobiliario con Grandeza de España: el marquesado de Zenete, fundado en 1491 para un descendiente del Cid.

La huerta delante del hotel restaurado por la familia.

La huerta delante del hotel restaurado por la familia. / LNE

Sus padres, Mencía López-Becerra de Casanova y Javier Saavedra y Rodríguez-Pomatta, se casaron en 2015 en un cortijo de Sevilla con invitados de lo más granado de la nobleza española y el testimonio colorido de las revistas del corazón. Fue la ocasión para que la pareja, hoy treintañera, se aplicara el ideal renacentista de la vida retirada, el menosprecio de corte y la alabanza de aldea. "Del monte en la ladera por mi mano plantado tengo un huerto…". Así es que dejaron todo, pero antes de recalar en Santibanes, emprendieron una vida libre y escueta en una comunidad indígena de la selva amazónica de Colombia, en el departamento de Putumayo. Mencía es economista y trabajaba en un banco, y Javier, licenciado por la Columbia University de Nueva York, había trabajado en una compañía de materias primas de los EE UU.

–En la selva teníamos pescado, yuca, maíz, frutas. Luego estuvimos en Ecuador y Panamá. En total, cinco años.

–Y ahora hoteleros en Santibanes.

–Tiramos al monte, como las cabras –dice Javier, risueño pese al dolor, porque se rompió cinco costillas andando a yerba.

Tras una breve estancia en Somiedo, Mencía dio con un hotel abandonado desde hacía quince años, lo han restaurado de arriba abajo y está a punto de abrir estos días. El "Valle de Cuaña" tiene once habitaciones espaciosas y un comedor con vistas a la cordillera. El mobiliario es moderno, nada de camas de la abuela y arcones viejos. La carta destaca carnes de buey y cabritu bermeyu "de la casa". Desde el ventanal del comedor se ven los Picos de la Liebre y el Tres Conceyos. Cuaña significa "escondido" en asturiano, y es un vallejo al pie del Estorbín, el pico más alto, con 2.162 metros, del valle del Río Negro, que se corona con otros tres "dosmiles". ¿Por qué se llamará Estorbín?

Los marqueses practican el consejo de don Quijote: llaneza, Sancho, que toda afectación es mala. Se integran en la vecindad, andan a yerba, tienen un burro y cuidan un rebaño de setenta cabras de raza bermeya y cinco vacas casinas. En unos bancales estrechos alrededor del hotel han plantado tomateras, lechugas, arándanos, bidruéranos y plantas amerindias, como el yacón, un tubérculo que regula el azúcar, bueno para diabéticos, y un drago, cuya resina roja detiene hemorragias.

Santibanes merece sin dudas un eslogan nuevo para la Asturias rural: un paraíso sin prisas. Los lugareños recomiendan a los paseantes la cascada de la Teyera y a los montañeros y senderistas las praderas del Rasón y Chioso, donde hay alguna cabaña con luz, baño alicatado y antena parabólica para ver, por ejemplo, la casquería sentimental de Telecinco. Nadie es el mismo cuando sube a la montaña que cuando la baja. Por una pista áspera de siete kilómetros se alcanza el cordal que separa Aller de Lena. Desde el mirador del Tunelón se ve allá abajo Campomanes y la vía hoy sin trenes que se retuerce como un gusano camino de Pajares y, al fondo, Peña Ubiña. A oriente, lejos, se divisan en los días luminosos los Picos de Europa. Este mirador es un lugar estratégico de la vía Carisa, por donde bajaron los legionarios romanos a someter a los astures. Y siglos después, en la edad media, vinieron por ella leoneses de Busdongo y Villamanín a poblar Santibanes y Murias. Hay un rasgo lingüístico que lo delata: son los dos únicos pueblos con un plural aberrante en lengua asturiana: las palabras acaban en "as", como en castellano. Los de esta parroquia no comemos patates, fabes ni berces, sino berzas, fabas y patatas. Estamos en la Asturias alta y profunda. En el "Diccionario de Madoz" (1822) se lee que la parroquia de Murias-Santibanes está "a seis leguas de Oviedo, en los montes más ásperos de Asturias, en terreno quebrado y de mala calidad". El GPS del coche traduce aquellas leguas recorridas con madreñas en 40 kilómetros y 35 minutos a Oviedo.

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