El misterio de Santa Cristina de Lena: la niña viva

La iglesia de la parroquia de Felgueras había sido dedicada a San Clemente y luego a San Lorenzo antes de recibir su nombre actual

Santa Cristina de Lena, monumento prerrománico.

Santa Cristina de Lena, monumento prerrománico. / David Cabo

Iván Muñiz López

El historiador Iván Muñiz es el autor de «El misterio de Santa Cristina», un estudio dedicado a la iglesia prerrománica de Lena, cuyo prólogo se publica en esta página. Muñiz López (Piedras Blancas, Castrillón, 1974) estudió en la Universidad de Oviedo, es número uno de su promoción con Premio Extraordinario Fin de Carrera, doctor cum laude en Historia, escritor y arqueólogo y especialista en la Edad Media y patrimonio cultural. Su libro ha sido coeditado por la Consejería de Cultura y Ediciones Trea.

La niña había nacido en la víspera, durante la noche, y a la mañana siguiente, un 8 de junio de 1821, sus padres acudieron a la iglesia parroquial. Era hija de dos vecinos de la parroquia de Felgueras, Antonio Castañón y María González, y había sido concebida en legítimo matrimonio. La ceremonia transcurrió con normalidad y el cura que le aplicó los santos oleos en la mañana anotó después el suceso en el libro donde llevaba años consignando todos los alumbramientos, sin saltarse dato alguno: la fecha, el suceso y la identidad de los padres, así como su carácter de hijo legítimo o natural o de madre soltera y caída en pecado, concluyendo estas felices noticias, que permitían al valle seguir habitado siglo a siglo, con el nombre puesto a la criatura.

Era la segunda niña que recibía ese nombre en cuestión de pocos meses, las dos únicas en un plazo de cien años. Otros párrocos ya muertos habían anotado las distintas elecciones de los padres para imponer al fruto de su vientre el apelativo por el que se le conocería desde ese día hasta el día de su muerte. No había muchas sorpresas, ninguna extravagancia digna de mención. Como congregación cristiana, procuraban santificar el nacimiento de sus seres queridos con nombres tomados de los altares, de sus ancestros o de personajes importantes en la vida comunitaria a quienes se les debía respeto o algún favor. La parroquia estaba dedicada a San Lorenzo y había distintos niños con ese nombre: Lorenzo. La parroquia había estado dedicada a San Clemente y quedaban unos pocos Clementes entre los vecinos, arrinconados por la abrumadora onomástica de los nuevos cultos, como si aquellas familias se resistiesen a traicionar un legado ancestral que había pasado de padres a hijos desde el siglo en el que este mártir comenzó a recibir culto, hasta que fue relegado y su nombre retirado de la iglesia parroquial. Para una sociedad cristiana y apostólica, reprendida en sus usos por la severa religiosidad del Concilio de Trento, Dios daba y quitaba y si el parto había sido duro y el peligro de muerte inminente, a Dios se le ofrecían las gracias por un final dichoso. Quizá fue este el motivo que inspiró a unos padres a llamar a su hijo con el nombre más singular de todos los nacidos en el curso de cien años: Deogracias.

Con las niñas, las opciones se limitaban y junto a la devoción a la Virgen en todas sus variedades, a mujeres que habían merecido la santidad en su tiempo o un poco antes (Teresa, Clara, Rosa) o a cultos antiguos que estaban dejando atrás sus etapas de apogeo (Catalina, Eulalia) habían considerado oportuno que la gura paterna predominase y que los nombres de varones sirviesen, con una mínima modificación, para bautizarlas a ellas también: Josefa, Joaquina, Melchora, Ángela… Parientes de la Virgen, el rey mago que se había postrado ante el niño Jesús, los ángeles del cielo. Sin sorpresas, sin excesos, sin ingenio… ni sobresaltos… generación tras generación. Si alguien venido de otro lugar se asentaba en el pueblo y se preguntaba por las razones de esta onomástica, descubriría al poco tiempo que en ella pesaba la influencia de algunos residentes eventuales que podían pasar menos años en la congregación y marcharse súbitamente y sin despedirse, pero cuya breve estancia pesaba en el sino de las cosas como varias vidas de ancianos centenarios. Bernarda y Benita eran dos de estos apelativos. Se habían sumado a los hábitos de bautismo de la comunidad a causa de la repentina llegada de unos forasteros, monjes procedentes de otro lugar situado más al este que se habían presentado en el valle seiscientos años atrás, por orden del rey. Pocos meses antes, en noviembre de 1820, había nacido en la parroquia otra niña y sus padres organizaron su bautismo sin demora. El cura anotó este hecho en el folio de su libro, con las mismas palabras, los mismos formulismos, la vida estancada:

DON JUAN CIENFUEGOS: En la yglesia Parroquial de San Lorenzo de Felgueras, en Lena, y a dos dias del mes de Noviembre del año presente de mil ochocientos veinte, yo Don Juan Cienfuegos, cura de ella, bautice solemnemente, según dispone nuestra madre la yglesia, una niña que nació el día anterior, hija legítima, y de legítimo matrimonio, de Joseph Rodríguez y Josefa Alcedo, mis feligreses y naturales uno y otro de esta Parroquia…

Dieron los padres a su hija no uno sino dos nombres que habían tenido la oportunidad de escuchar desde su niñez en una ermita cercana, fundada sobre una colina.

Aquella niña vivió, contrajo matrimonio y tuvo tres hijos, el último de ellos al cumplir la edad de treinta y nueve años. Era un milagro estar viva, cortejar y desposarte, procrear y morir a una edad avanzada, tranquilamente y con los tuyos a tu lado. En otros folios del libro de los alumbramientos habían escrito los sacerdotes una sentencia lapidaria y terrible junto al nombre del recién nacido, en el margen izquierdo: "murió". Fallecían muchos niños a las pocas horas o a los pocos días y por el temor a que sus almas no pudiesen salvarse, procuraban los padres bautizarlos al momento, en esa misma jornada, o a la mañana siguiente, a más tardar.

Pero aquella criatura, nacida en un legítimo mes de noviembre, continuó progresando, cumpliendo con los deberes lícitos que todos esperaban de ella. Una existencia segura en el valle, un trabajo diario, el calor de una casa, acudiendo puntual y con algún nombre en la cabeza a los bautismos de sus propias criaturas, con recuerdos a los funerales de sus seres queridos… con un tozudo silencio a su propia muerte. Sería enterrada en el camposanto y un vecino estudiado grabaría su nombre en una cruz de madera sobre el túmulo de tierra, el nombre de la niña viva, la primera niña en llamarse así: Santa Christina.

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