Diario del coronavirus.
La preocupante secuencia de rebrotes nos sitúa camino del uso obligatorio de mascarillas en espacios públicos. Ahora que ya hay disponibilidad, a ponerlas. Cuando no las había, según el ínclito Fernando Simón, no eran recomendables e, incluso, podían resultar perjudiciales. El experto que dijo esto y que el virus no llegaría, que si llegara sería poca cosa, que no veía peligro en las concentraciones masivas, que no consideró necesario controlar a los que venían de zonas "calientes" y que acabó contagiándose, ya ha alcanzado la estatus de mito viviente y, al tiempo, su imagen acabará sustituyendo a la de Cristóbal Colón en lo alto de los pedestales. Porque España es así: generosa, agradecida y comprensiva con los que meten la pata.
No seré yo el que cuestione las virtudes humanas y profesionales de Simón, pero que se equivocó -o lo equivocaron- al inicio de la pesadilla me parece dolorosamente evidente.
Que, lo dicho, ahora que ya estamos abastecidos, y que la incidencia del coronavirus es mucho menor que en marzo y abril, todo el mundo con la mascarilla puesta, algo que debería haberse impuesto desde el minuto uno. Es más, hay expertos que llevan meses recomendando menos confinamiento y más mascarilla o, lo que es lo mismo, con las bocas y narices cubiertas podríamos haber combinado la contención de la pandemia y el mantenimiento de la actividad, evitando el presente hundimiento.
Pero no había mascarillas. El mundo desarrollado no disponía de algo tan elemental, por lo que hubo que recurrir a la detención de nuestras vidas.
Y no se sorprendan, porque si la orden de ponerse la mascarilla se globaliza, cabe la posibilidad de que vuelva la escasez, momento en el que cubrirse nariz y boca será, nuevamente, innecesario y perjudicial.