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DANDO LA LATA

Gustos

A la abuela Angélica le gustaba mojar las galletas María en un vaso de agua. El abuelo Eduardo, cuando sobraban garbanzos de mediodía, los pasaba por la sartén y los cenaba. Y nunca llegó a explotar, rompiendo todas las previsiones. Me fascinaba observar a mi padre sumergiendo las rodajas de chorizo Revilla en una taza de té, algo que en principio uno pensaba que no podía saber nada bien pero que a él le encantaba. Cris no es dada a los huevos fritos, pero cuando los come les echa azúcar por encima, práctica no muy habitual. Ahora mi madre me sorprende con un par de especialidades culinarias que le alegran el paladar: comenzó untando el yogur del postre en picos de pan y acaba de descubrir que el gazpacho caliente le sabe riquísimo.

Con estos antecedentes no sería de extrañar que en breve me lance a comer cosas raras, algo que aún no sucede. O eso creo.

En el reducido entorno familiar, y en algo tan común como la alimentación, es posible hallar infinidad de gustos diversos e incluso rarezas. Extendido al resto de nuestras vidas y generalizándolo a toda la población da como resultado una incalculable variedad. Es lo que se entiende como diversidad y que con tanta insistencia es atacada. Porque, curiosamente, y con excesiva frecuencia, lo raro, lo feo, lo absurdo, lo despreciable, es el gusto ajeno. El nuestro no, por descontado.

Si esto mismo lo llevamos a las creencias, las ideologías, los modos de interpretar la realidad y de gestionar nuestras relaciones, entenderemos qué peligroso y dañino es, en vez de trabajar en pro de una unión que entienda y acepte las diferencias, convertir éstas un arsenal que haga inviable una convivencia pacífica y respetuosa, o bien pretender hacernos pasar a todos por el mismo aro.

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