Esto viene a ser así: cuando te tapas la cabeza los pies quedan al descubierto y se hielan, pero al cubrirlos el frío atacará tu garganta. Es lo que tienen las mantas pequeñas, que siempre dejan algo al descubierto, desprotegido.
Si nos enfrentamos a la pandemia bajo exclusivos criterios sanitarios, es posible que ralenticemos la circulación del virus, pero la herida económica será mortal. Por el contrario, si priorizamos la supervivencia económica, manteniendo la actividad y el movimiento humanos, quedamos expuestos al coronavirus, pues no hay nada que le satisfaga más que saltar de persona a persona.
Y, claro, el éxito del encaje de bolillos, un equilibro que proteja el pescuezo sin llegar a congelarnos los pies, esa solución intermedia provisional que nos permita subsistir hasta la llegada del tratamiento, está condicionado por los medios de control que se pongan en marcha y –lo que más nos incumbe- la sensatez y disciplina de la población.
Parece ser que los asiáticos, a base de testar masiva y sostenidamente y, además, gracias a la concienciación general de unas sociedades que se adaptan a las circunstancias, están logrando mantenerse en ese punto medio. Pero los occidentales no. Sin ir más lejos, a principios de verano nuestro Presidente del Gobierno anunció que habíamos derrotado al virus y que era el momento de salir, gastar y vacacionar para rescatar al sistema económico español de la tiritona primaveral. Y así hicimos, como toda la vida. Al bar, a la barbacoa, a las fiestas hasta las tantas, a las reuniones de familiares y amigos. Total, habíamos ganado al virus. Lo dijo Sánchez y, a pesar de sus antecedentes, hubo mucha gente que le creyó.
Y aquí estamos hoy, con la misma manta, tan pequeña como en abril, pero con más frío que entonces.