Y, entonces, la epidemióloga pregunta: ¿A qué está dispuesto a renunciar cada uno de nosotros para salvar las vidas de otros? Ahí se localiza el meollo de la cuestión y que, a la vista de los acontecimientos ya tiene respuesta: A bien poco.
Es perceptible en público, cada día, en cualquier lugar, tipos sin mascarilla, gente que se agrupa, que relaja las medidas de precaución, fulanos que escupen en la acera, señoras que fuman despreocupadamente liberando sus humos, familiares apiñados a las puertas de los colegios, niños en pandilla celebrando la bobada del jalogüín, mocitas pasándose los móviles de mano en mano, abuelas arracimadas en los bancos del parque, fiestas por aquí, botellones por allá… Esto, a la vista; de puertas adentro, en las casas y en los trabajos, para echarse a temblar.
Nos han explicado por activa y pasiva cómo se transmite el virus, ¿y qué hacemos nosotros para evitarlo? Bien poco. ¿Qué sucedió cuando el Presidente del Principado nos pidió encarecidamente que nos autoconfináramos? Pues que nos echamos a las calles, porque hacía bueno, porque un día de sol no puede dejarse pasar, porque en ningún lugar como fuera de casa.
Los milagros, en Lourdes. Aquí, mientras no pongamos de nuestra parte, la cosa irá mal, lo que significa enfermedad y muerte. Y poner de nuestra parte supone utilizar el sentido común, pensar en el bien común y ser capaces de actuar sin necesidad de que nos prohíban o multen. Porque durante el confinamiento demostramos que somos buenos mandados, o sea, que con la policía y el ejército patrullando cerca, nos quedamos en casa. A la orden.
Sin embargo, hoy es evidente que fracasamos a la hora de ejercer nuestra libertad para ayudar a frenar la pandemia. Al contrario, favorecemos su expansión al anteponer los intereses y deseos personales.
