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¡Buen recuerdu te queda!

Lola Hevia y las fotos familiares

Foto de la boda del Tarangu. Por la izquierda, José Manuel Busto, Lola Hevia, María Elena Martínez , El Tarangu (José Manuel Fuente) y Delfín Busto. De rodillas, Gabino Busto.

Entre los recuerdos más interesantes e imperecederos que guardo de mi madre, Lola Hevia, está el escrutinio y comentario de las fotografías domésticas. Mi padre, Delfín Busto, participaba en el acopio y mantenimiento de esos fondos, pero la que llevaba la voz cantante en las revisiones de ese archivo era mi madre.

En Langreo, cuando yo era pequeño, la mayoría de esas fotos estaban guardadas en una caja de hojalata. Mi hermana Pepi tenía algunos álbumes para sus instantáneas, pero el grueso de las imágenes, como ocurría en otros hogares del mismo tiempo y condición, se acopiaba en el mentado contenedor. Sólo pasaban a enmarcarse las fotografías que perpetuaban los momentos más trascendentes de la historia familiar: fotos infantiles, entre ellas las escolares y de primera comunión; algún retrato nupcial –como el de mi hermano José Manuel y mi cuñada Gloria, con el evocador castillo de Blimea, hoy desaparecido, al fondo- y algunas efigies de seres queridos ausentes o fallecidos.

Como en otros archivos fotográficos de carácter doméstico, el género dominante de nuestra compilación, giraba, obviamente, en torno a los retratos de familiares y amigos. El compendio reunía, de un lado, material procedente de fotógrafos profesionales, algunos de ellos anónimos y ambulantes, otros conocidos y con estudios en distintas localidades asturianas, destacando la representación de las firmas langreanas, como L. Cabeza, Foto J. García, Foto Soto, Fotos Roces, Foto Fernández, Estudios Ortega, Tito, etcétera. Mezclado con ese material, afloraban muchísimas fotografías de aficionados, un apartado que, con el tiempo, yo mismo contribuí a acrecentar.

Pues bien, el abordaje de esas fotos familiares y amistosas, absolutamente mágico para mí, comenzaba con la emocionante apertura de la caja. Mi madre abría la tapa y no necesitaba ningún inventario o repertorio para explorar aquellos centenares de positivos. De hecho, hubiera podido llegar a detectar cualquier ausencia, apoyándose en la mera discriminación visual y en el reconocimiento de formatos y gramajes. A continuación, Lola tomaba un buen mazo de fotos y el apasionante ritual alcanzaba su clímax. Una a una, iba identificando a los sujetos representados: “esta ye tu güela, esti ye tu güelu, esti ye tu pá, esti yes tú de pequeñu, esti ye fulanu, esti ye menganu…”, para pasar a comentar, con inigualable perspicacia, hechos, vivencias y anécdotas que conducían a la contextualización de la imagen, muchas veces con precisiones acerca de quién y cómo había hecho la toma, y cuándo y dónde se había hecho. La memoria de Lola era, en ese sentido, prodigiosa.

Las batidas comentadas a la caja de las fotos, que podían durar horas, constituyeron una de las maravillas de mi vida y actuaron en pro de mi pasión por el coleccionismo fotográfico –muy variado–, que para desazón de curiosos y correveidiles, no voy a detallar aquí. Asimismo, las agudas glosas de mi madre y la convivencia con ese archivo fotográfico habrán influido, junto a otros factores, en mi dedicación profesional a la historia del arte, a la historia en general y al patrimonio cultural.

Es imposible recoger en este artículo ni una mínima parte de las reflexiones de mi progenitora acerca de esos cientos de registros fotográficos –que abarcaban un amplísimo ciclo vital–, y que, además, ella emprendía de forma espontánea. A veces, Lola se detenía en las fotos más antiguas, entre las que figuraban las de mis abuelos. En una de ellas, muy curiosa, se ve a mi abuelo Gabino Hevia, antes de enviudar, con su primera mujer, las cinco hijas de ese matrimonio y las dos ayas que las atendían. En otra aparece Faustino Fuente, tío-abuelo de quien suscribe que, a diferencia de la mayoría de los emigrantes asturianos de su época, se asentó a principios del siglo XX en Cochabamba (Bolivia) y desde allí remitió su elegante retrato. Esta imagen, quintaesencia del indiano acomodado, formó parte de una exposición sobre la emigración asturiana a América. Las fotos de mi güela Josefa Fuente, que vivió con nosotros hasta el fin de sus días; al igual que las de Pepi, que nos dejó en su juventud, conmovían profundamente a mi madre.

En otras ocasiones, Lola echaba un vistazo al reportaje fotográfico de su boda, criticando con mordacidad al cura que días antes la había obligado a examinarse de doctrina católica y recordando con nostalgia la comida nupcial, celebrada en casa. Después podían surgir un sinfín de apostillas, a cual más entrañable e ingeniosa, como las dedicadas a mi foto con el enviado de los Reyes Magos, imagen publicada en el catálogo de una exposición de juguetes antiguos; o las que, apoyadas en otros positivos, evocaban las travesuras de mis hermanos o las mías; el trabajo de mi padre; las fiestas; los bailes; las excursiones; otras bodas memorables, como la del legendario ciclista José Manuel Fuente, El Tarangu; las vacaciones estivales, principalmente las de Carrizo de la Ribera, y tantos otros episodios de nuestra vida.

Las fotos revelaban también la cantidad de amigas que tuvo mi madre, algunas de extraordinaria fotogenia. En este punto, siempre me produjo una gran turbación la trágica historia de una de ellas, que puso fin a su vida en Gijón, internándose en el mar.

A partir de mis años de estudiante universitario, me preocupé de ordenar lo más significativo de la fototeca en varios álbumes. Hoy, la aludida colección y el recuerdo de los comentarios de mi madre tienen para mí una relevancia afectiva y un alcance documental imponderables. Es por eso que siempre he considerado al archivo fotográfico familiar como uno de los conjuntos de mayor peso dentro de lo que he llamado, con toda propiedad y para resquemor de los eruditos a la violeta, el patrimonio cultural doméstico.

Mi madre, consciente del valor que esas fotografías tenían en la conformación de la identidad y en la preservación de la memoria, solía cerrar la tapa de la caja obsequiándome con una de sus cariñosas y emblemáticas frases: “Anda, ¡buen recuerdu te queda!”.

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