Bueno, pues tiene pinta de que esta Navidad va a ser parecida a las de mi niñez: casera, recogida, íntima, de más sentimiento que algarabía, de calor de hogar. Una Navidad que comenzaba con el sorteo de la lotería y que se vivía sin estridencias.
Fue en la juventud cuando empezó el despendole de las fiestas nocturnas y los bares abarrotados. Y ya metido en la edad adulta, cuando se desencadenó la vorágine de comilonas de empresa, cenas de pandillas y despiporre consumista cuyo pistoletazo actual es el Viernes Negro, otro virus, pero procedente de EE UU. Si no ponemos freno a nuestra tontería, pasado Jalogüín, terminaremos celebrando Acción de Gracias.
A lo que iba, que todo parece indicar que volveremos a aquella Navidad de la infancia, que no requería ser multitudinaria ni follonera para pasarlo bien. De hecho, es previsible que este año disminuya la conflictividad de la cena de Nochebuena. Si los cuñados no se juntan, si los hermanos no comparten mesa, si las suegras y los yernos no van a poder lanzarse puyas, es probable que la paz familiar predomine.
Según vas envejeciendo añoras más aquella manera de celebrar la venida al mundo del Señor, de festejo sosegado y maravillosos olores procedentes de la cocina, de dulces sobre la mesa y recuerdo de los ausentes, de resguardo y unión, del árbol y el belén.
Y no cambio por nada del mundo aquellos paseos nocturnos al hospital sintiendo como el aire gélido hacía llorar los ojos e insensibilizaba las orejas, caminando en la oscuridad para llevar a mi padre los manjares caseros cada vez que le tocaba estar de guardia.
Echo de menos aquel modo de celebrar la Navidad, de pocas parafernalias y muchas sensaciones, de querer y ser querido, de autenticidad y de mantener siempre presente el hermoso motivo de nuestro festejo.
