Los lectores que habitualmente siguen mis opiniones en estas páginas de LA NUEVA ESPAÑA, así como mis conocidos, saben que toda la parafernalia que estas fiestas conllevan no me gustan en absoluto.
En el año actual, tan atípico, que ni los más viejos del lugar conocen ni siquiera por referencias de sus ancestros, resulta una obviedad decir que todo va a ser radicalmente diferente, con giro de 180º de lo que hasta ahora ha sido lo tradicional.
En los últimos años los cambios de hábitos han ido ganando terreno a las celebraciones, con una Nochebuena –como ejemplo– en la que la matriarca familiar se pasaba el día en la cocina para satisfacer a los suyos. Ahora prima el “catering”, muy lejano a lo que siempre fue esta fecha, e incluso este día tan familiar termina con salidas a bares de copas, que sustituyen a la velada familiar, quizá porque consideran que “ya estuvo bien” de aguantar las batallitas de sus mayores, o las de familiares y “allegados” pelmazos.
También lo religioso ha ido perdiendo fuelle, con menor asistencia a los actos programados, belenes menguantes, y Papá Noel comiéndoles las sopas a los Reyes Magos.
Así que este año los condicionantes van a obligar a todos para que esta vez las fiestas sean más íntimas y cercanas, acorde con lo que deberían de ser, y uno mismo que llegando estas fechas, paradigma de hipocresía, felicitaciones que te repatean, y falsedad a raudales –ojo que no generalizo, pues existen personas que actúan de corazón– tiene ganas ya de que llegue el 7 de enero, pero igual las voy a sobrellevar mejor.
De todos modos, dentro de los condicionantes de cada cual, pienso que pese al contexto negativo en que estamos atrapados, deberíamos pararnos a reflexionar e prometernos hacerlo todo mejor, pues son muchos los muertos que llevamos acumulados, y a las puertas de una nueva ola, no podemos seguir así. Dios me libre ser aguafiestas, por lo tanto ¡Prudencia, y disfruten todo lo que puedan!
