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Antón Saavedra

Ancianos “triajeados” en las residencias

La situación de las personas mayores ante la pandemia del covid-19

Dos mayores pasean por un parque.

Hubo un tiempo en que admirábamos a los ancianos por su capacidad de resistencia, por ser ellos los que nos abrían el camino y nos pasaban el testigo, por su sabiduría, por su experiencia. Eran nuestros mayores, mucho más grandes que nosotros. Sin embargo, ahora nos ha dado por desdeñarlos e ignorarlos. Ya no nos parecen sabios, sino objetos para depositar en trasteros y pretanatorios, sintiendo que su empeño en no morirse es un fastidio, una carga para la colectividad. Es posible que no haya existido nunca una sociedad que peor haya tratado a los viejos como la actual, olvidándonos de que en esa ancianidad acabaremos todos, siempre que no nos lo impida ese “bicho” expandido globalmente por los “amos” del dinero.

Y es que el capitalismo, en su forma neoliberal se fundamenta en dar prioridad al mercado por encima de la organización de la vida social. Es decir, el capitalismo neoliberal no es solo un marco de análisis para la organización económica, sino que también dicta las normas sobre cómo debe organizarse la sociedad, alentando a los individuos a ser sumamente competitivos, ya sea con la seguridad laboral, la riqueza material, el status social, las relaciones personales o el valor moral, y dentro de ese marco, el valor de los cuidados es secundario, accesorio, siendo el dinero la medida más utilizada para calcular el éxito y el indicador principal de competencia y valor. Es decir, perder el tiempo en el cuidado y bienestar de otras personas que no pueden pagar un precio de mercado por los cuidados resulta muy desaconsejable, una pérdida de tiempo para seguir ganando dinero.

Y, siendo verdad que en Europa los cuidados fueron arrancados en plena lucha de clases después de la segunda guerra mundial, gran parte de la seguridad económica que se acumulaba para las personas en edad adulta, y especialmente en la vejez, permaneció ligada a su situación laboral previa, sin embargo, los agujeros en los sistemas de aquel bienestar se han puesto de manifiesto con la pandemia de covid-19 que nos está tocando sufrir, especialmente en España donde las altas tasas de mortalidad en las 5.457 residencias de ancianos, públicas y privadas, han demostrado que las personas mayores y vulnerables no eran una prioridad.

Ocurre, lisa y llanamente, que al neoliberalismo globalizado le sobran los mayores que lastran la economía, porque no son más que números en los sistemas de pensiones y creen que los ancianos les están robando porque ya no trabajan, no producen. ¿Por qué entraron estos ancianos en los hospitales durante la pandemia de la covid-19 con un simple resfriado y salieron en ataúdes? ¿Por qué en esos pretanatorios llamados geriátricos o residencias de ancianos han muerto aquellos que estaban sanos? ¿Podemos pensar que se les ha aplicado la eugenesia?

Si algo está quedando muy claro durante la pandemia es que las residencias y geriátricos han supuesto uno de los principales pilares de la mortandad masiva de ancianos, siendo muchos elementos los que pueden explicar este fenómeno. El primero la pasividad del sistema sanitario. ¿Qué recomienda el ministerio de Sanidad cuando un anciano, la persona más vulnerable, ha estado en contacto con un caso de coronavirus? ¿Hospitalizarlo? No. ¿Testar si es positivo? No. ¿Obligar a los trabajadores a protegerse de él? No. ¿Identificar a sus contactos? No.

El ministro filósofo de Sanidad cree que un anciano potencialmente contagiado debe quedarse aislado en su habitación catorce días. Y que esté bien ventilada. Pero, ¿quién vigilará su evolución si no está en un hospital? Es decir, mientras los ancianos permanecen en la residencia lejos del sistema sanitario, pueden estar ocultamente incubando y agravando su enfermedad, de tal manera que, cuando los síntomas afloren y el centro avise a Sanidad, el residente puede estar muy grave, agonizante o muerto, tal y como llegó a denunciar públicamente la mismísima ministra de Defensa, Margarita Robles, el 24 de marzo de 2020: “El Ejército en algunas visitas ha podido ver a algunos ancianos absolutamente abandonados, cuando no muertos en sus camas», para asegurar a continuación que, “ante esta falta de cuidados, el Gobierno será implacable y contundente haciendo caer todo el peso de la ley sobre aquellos que no cumplan con esa obligación».

El 5 de mayo de 2020, una periodista de la agencia Reuter le preguntaba al ministro de Sanidad, Salvador Illa, por la cifra de los fallecidos en las residencias de mayores respondiéndole este que aún los estaban analizando y que ya la darían a conocer, habiendo entrado en el año 2021 sin ninguna respuesta. Esto es, el gobierno de España no sabe el número de muertos producidos en los pretanatorios, y mientras se sigue produciendo esta eutanasia el bochorno es tal que el mismísimo vicepresidente de Derechos Sociales, Pablo Iglesias, se resiste a dar las cifras de mortandad en las residencias, justificando su negativa en que las competencias en la materia han sido transferidas a las comunidades autónomas.

Nadie quiere destapar el holocausto de la tercera edad por una epidemia que no iba a superar los “dos o tres casos a lo sumo”, pero la triste realidad es que miles y miles de ancianos han sido desviados en 2020 a unos raíles que conducían a la muerte. Unos creerán que el virus conducía el tren, otros que la negligencia, otros un indebido triaje que los alejó del hospital y de las UCI, pero si España sabía desde enero, tal y como ha quedado demostrado hasta la saciedad, que el virus priorizaba a los mayores, nunca debieron de morir 42.918 ancianos según las cifras oficiales del INE. Unas cifras que por sí mismas ya resultan un desastre, pero que al compararlas con las de otros países de Europa, significan una catástrofe absoluta, no habiendo ningún país europeo cuya contabilidad oficial alcance los porcentajes españoles.

Si algo nos está enseñando esta pandemia es que, en tiempos de enfermedad, los cuidados nunca deben de ser un extra opcional, sino que deben de servir para marcar la diferencia entre la vida y la muerte. Claro que hay cosas más importantes que el dinero, el estatus y el poder, pero el capitalismo, al regirse por el ánimo de hacer dinero, no solo permite la violencia y la matanza en la guerra organizada con fines lucrativos, sino que también permite que las personas mueran por negligencia, ya sea por pobreza, falta de vivienda o falta de atención médica.

Pienso muy sinceramente que, al margen de otras cuestiones que irán saliendo a la palestra, como el de la cacareada y tan esperada vacuna milagrosa, es el momento de elaborar una nueva política de los cuidados y de la justicia afectiva que refute la narrativa de la política puramente egoísta. Ello es necesario, no solo por la importancia predominante de los cuidados como ética política, sino porque las personas necesitan una senda intelectual y política que contrarreste los discursos del miedo, el odio y la exaltación que gobiernan un mundo guiado por la moral capitalista. Por supuesto que, sin quitar un ápice a la gravedad que tenemos presentada, fuera de cualquiera teoría conspirativa, el miedo y la excesiva alarma, con ejército incluido, han sido el principal objetivo en el confinamiento y la desmovilización para imponernos esa “nueva normalidad” en forma de austericidio y privatización de los derechos sociales arrancados.

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