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Javier García Cellino

Velando el fuego

Javier García Cellino

Que vuelva la luz

Conseguir superar unos tiempos de pandemia que nos están dejando ciegos

Hace unos días, en las páginas de este diario, aparecía una noticia que juzgo de gran interés. Se refería a la reducción de la tasa de suicidios debido al plan de detección precoz iniciado en 2018. En la misma, se hacía un recorrido por ese proyecto que, desde entonces, está cosechando óptimos resultados. Las tentativas de suicidio han disminuido significativamente, y esto es algo que hay que valorar de un modo muy positivo.

Siguiendo con la crónica, nos encontramos con una estadística que sitúa a nuestros valles mineros en un lugar alto, por desgracia, con respecto al resto de la región: 13 suicidios por cada 100.000 habitantes, frente al 8,7 por ciento comparados con el mismo número de habitantes del país. Y todo ello cuando, además, nuestra región está próxima a las cifras que se barajan en los países nórdicos.

Dados a buscar las causas de estos comportamientos, y admitiendo que el abanico es muy amplio –“todo tiene que ver con todo, nada puede existir aislado” (la frase se atribuye a Anaxágoras)–, destacan tres factores sobre el resto: la meteorología, la falta de oportunidades laborales y el envejecimiento. Cuando leí la noticia, no pude menos de pensar en un suceso que ocurrió ya hace años pero que a mí, y a causa de mi aversión al frío, la lluvia y la falta de luz, me conmovió mucho. Un ingeniero español, que desarrollaba su trabajo en un país del norte (creo que se trataba de Noruega), y a pesar de las excelentes condiciones económicas de las que gozaba, decidió abandonar aquellas tierras y venirse a buscar la luz de las islas Canarias, donde residía desde entonces. Le había resultado insoportable, decía, que a las cuatro de la tarde, cuando llegaba a su casa, solo pudiera contemplar un manto de nieve y un cielo que de tal solo tenía su nombre. No necesité pensar mucho en cuál hubiera sido mi reacción de haberme encontrado en una situación similar.

Cada vez se hace más necesario que vuelva la luz. Una luz tan importante como cualquiera de los alimentos que nos dan la vida. Ese extraordinario resplandor que abra las avenidas y también los bares, lugares de amistad y camaradería, verdaderos termómetros sociales de los pueblos, como bien señalaba hace unos días el amigo y colaborador de este diario José Manuel Barreal.

Si de siempre es necesario que vuelva la luz, ahora lo es más en estos tiempos en que la maldita pandemia nos está dejando ciegos (por lo común, no vemos más allá de nuestros propios intereses). Esa luz que alumbra a los poetas y a las humildes gentes del pueblo, que esas sí que saben de verdadera poesía. Y si acaso, como una excepción, y solo para esta coyuntura, que un inmenso e intenso manto de oscuridad envuelva a todos los trincavacunas que están comenzando a aparecer.

Por cierto, y con respecto a tanto malévolo de turno, alguien comentaba el otro día que resultaba imposible erradicar conductas de este tipo, puesto que forman parte de la corteza humana. Yo respondí que, sin ninguna duda, en nuestra duplicada condición ángeles y demonios se van alternando, según los distintos momentos, pero que no era menos cierto que la aplicación de los correspondientes mecanismos legales (expulsiones en el caso de los cargos políticos) disminuiría el ritmo de estos contagios.

Recibí por respuesta una mirada interrogativa, algo así como “eso que dices está muy bien, pero no es tan fácil”. Pues a ello.

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