Si yo mandara algo, que no es el caso, dejaría el asunto de Puigdemont como está, o sea, con el golpista confinado en las afueras de Bruselas. ¿Qué necesidad hay de juzgar a este pájaro, con la farragosa burocracia, la publicidad gratuita y las molestias que conllevaría, si ya lo tienes cumpliendo pena de destierro en el territorio más gris y aburrido de Europa? No hay prisión española tan triste.
¿Qué más queremos? Lejos del luminoso Mediterráneo, tratando con los colegas por videoconferencia, dando la matraca, sí, pero desde la distancia, que es más llevadero. ¿No es suficiente castigo?
Entonces, por qué enredarse en la justicia belga, muy considerada con los criminales extranjeros y la delincuencia internacional, para traer a España a este pelmazo, enjuiciarlo, concederle las primeras planas y estabularlo en una chirona próxima a su casa para que pueda entrar y salir cuando le apetezca. El exilio autoimpuesto es mucho más duro.
Y ahora, para incrementar el sufrimiento del huido, asiste desde la insulsa Bélgica a las primeras rendiciones de los compañeros de fuga. Porque hace mucho frío lejos de Barcelona. Y no hay playa, ni coches oficiales, ni cava, ni 3%. Todo eso que no se echa de menos hasta que pasa una semana y el organismo se altera por la falta de lo tuyo de siempre.
Dejen a Puigdemont allá, preguntándose cada mañana por qué eligió fugarse a un sitio tan mustio, asistiendo en la lejanía a las chifladuras de los suyos, decididos a destruir Cataluña por asegurar sus privilegios ante la bochornosa torpeza y debilidad del Estado español.
Enemigo que huye, puente de plata. No hagan nada salvo que el fugado decida entregarse en un tribunal español. En ese caso, impídanlo, no permitan que vuelva. Tan sólo se trata de cambiar la petición de extradición por una orden de alejamiento.
