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Javier García Cellino

Velando el fuego

Javier García Cellino

AstraZeneca

Las distintas posturas adoptadas en Europa sobre el uso de esta vacuna contra el covid-19

Entre los muchos efectos que esta pandemia nos está dejando –muertes aparte, naturalmente–, se encuentra el de la elección de la vacuna más adecuada. Cierto es que no somos profesionales y que, por tanto, este tipo de decisiones hay que dejarlas a las autoridades más competentes. Nada habría que objetar al respecto si no fuera porque, cuando comienzan a atisbarse los daños colaterales –trombos y otros en el caso de la AstraZeneca–, las explicaciones solo sirven para marear aún más a los sufridos contribuyentes.

Una vez más, los de siempre tendremos que sufrir de nuevo las consecuencias del bicho, al tiempo que asistimos impasibles a situaciones que no guardan ninguna relación en el contexto europeo: unos países, véase el ejemplo de Alemania, la restringen a los mayores de 60 años, después de registrar unos cuarenta casos de trombosis en venas cerebrales, mientras que otros, ahora el ejemplo llega desde Francia, inyectarán una segunda dosis de Pfizer y Moderna a las personas que recibieron la primera dosis de AstraZeneca. No hace falta arrugar mucho la frente para darse cuenta de que Europa funciona como una orquesta desafinada, cada cual toca el instrumento que más le conviene, por lo que sus ruidos solo sirven para añadir mayor crispación aún al ambiente.

Durante esta temporada estamos asistiendo a un bombardeo informativo sobre la pandemia. Número de infectados; de fallecimientos; por comunidades y países; por sexos…, todo un muestrario completo de los efectos devastadores del bicho. Y, como es lógico, ahora le toca el turno a la vacunación, destacando el listado de comunidades que van por delante o en la cola, según el número de dosis que lleven puestas (ayer ocupábamos el segundo lugar del pelotón, detrás de Extremadura). Es normal, pues, que entre tanto vértigo como nos rodea cada ciudadano se haga mil y una preguntas, más o menos pertinentes, pero, en todo caso, perfectamente comprensibles, visto el aturdimiento que padecemos desde hace ya más de un año.

De modo que yo también, de cuando en cuando, pongo el magín a funcionar. Y en estas estaba, pensando cuáles serían los motivos por los que no se sustituía la AstraZeneca por otras de las que al menos no hay constancia de que tengan efectos dañinos (caso de la Pfizer o Moderna, por ejemplo), cuando las noticias de la tele pasaron a informar sobre el precio de las vacunas. Y he aquí que de pronto comenzó a crecerme un pasmo entre las orejas al escuchar que el coste de la AstraZeneca era el más barato de todas (3 euros frente a 16 que era el precio de la siguiente). Intenté no dejar que la imaginación volara muy alto, pero aun así no conseguí evitar que me viniera al recuerdo aquel grito que lanzó Bill Clinton a la cara de George Bush cuando en 1992 peleaban por la presidencia de Estados Unidos: “Es la economía, imbécil”.

Patentes y guerras comerciales entre industrias farmacéuticas comenzaron a desfilar delante de mí, por lo que a continuación fue lógico preguntarse si el coste tan barato tuviera algo que ver con la persistencia en administrar esta vacuna.

(Mientras terminaba de redactar este artículo sonó el teléfono. Del interior de una máquina surgió una voz preguntándome si deseaba vacunarme. Por la franja de edad sé que me pondrán la Pfizer, así que no me lo pensé dos veces antes de responder que sí).

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