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“In memoriam” de Juanín

Semblanza del sacerdote allerano Juan Alonso, asesinado hace cuarenta años en Guatemala

Aquella mañana –29 de noviembre de 1933– cuando tu mamá se encontró contigo por primera vez, le pareció que el cielo, de puntillas, se acercaba a ella, y le dejaba entre sus brazos un gran tesoro para cuidar. Así tuvo la sensación profunda de que eras…, ¡eso! ¡solo un préstamo! Y así te cuidó, te guardó, te guió en tus primeros pasos por este mundo. Tu primer escenario fue Cuérigo (Aller), ese pueblecito entre las montañas de nuestra Asturias profunda, con olor a musgo y miel silvestre. Pronto te familiarizaste con la bravura de sus montes y la campechanía de sus vecinos.

Eras sano y hermoso, fuerte, alto y vigoroso., como los robles de tu entorno. La vida sana del campo, el contacto con la madre naturaleza, labraron paso a paso tu carácter férreo y tu delicada sensibilidad para las cosas de Dios. Así escuchaste su voz, que te llamaba en todas las direcciones y no dudaste ni un momento en dar tu generosa respuesta, primero ingresando con los Misioneros del Sagrado Corazón, y más tarde ordenándote sacerdote en Logroño, aquel 11 de junio del año 1960. El mismo año te destinaron como misionero a Guatemala: aún eras un muchacho: con tus 27 años, rebosante de ilusiones y planes maravillosos para llevar a cabo tu misión de buen pastor, comenzaste tu tarea en la Diócesis del Quiché, Guatemala, donde te entregaste en cuerpo y alma a los más pobres y desheredados del mundo.

Todas las necesidades encontraron lugar en tu gran corazón. Tenías sitio para todos. Es verdad que tu pasión fueron siempre los más débiles y pequeños de la tierra, pobres y desamparados. Habían pasado unos cuantos años, cuando volviste a Asturias para promocionar la campaña del Domund. La tarde en que te conocí, típicamente otoñal, el sol acariciaba las casas de nuestra Villa, mientras tú, Juan, departías con nosotras experiencias misioneras de tu querida Guatemala. Nos hablabas de tus niños, de tus jóvenes, de tus ancianos que visitabas en tus tiempos libres, tenías muchos planes: escuelas, comedores, hospitales, dispensarios… De todo nos hablaste como un enamorado habla de su novia. También tuvimos nuestra sesión de cine proyectado sobre la pared, con lo que fuiste completando aquella información de tu vida misionera.

Recuerdo la anécdota simpática en la que apareces remando en una canoa, y cuando más tranquilo estabas diste un mal giro, se volcó la canoa y fuiste al agua. Nos reímos mucho con el incidente…, y tú te defendiste – ¡No creáis que es tan fácil! ¡Ahí os quisiera ver yo! Llevabas unos días en Asturias y naturalmente, ya habías visitado a tu familia, ya habías vuelto a pasear tus ojos profundos por la deliciosa tierra de tus mayores. Tus pupilas se habían llenado de luz y de esperanza contemplando el verde paisaje de montañas y valles de tu infancia. Iban pasando los años, siempre con la ilusión de algún día volver a ver a nuestro amigo Juan. Corría el año 1981, un 15 de febrero la noticia cayó como una pesada losa, seca y contundente:

–¡Juan ha muerto!

–¡Lo han matado!

–¡No puede ser! ¡Será un error!

Desgraciadamente no hubo ningún error. A ti ya te habían propuesto el regreso a España. Tú sabías muy bien la persecución que teníais los misioneros. Eras consciente de la situación, muy consciente, pero no tuviste valor para claudicar dejando sola a tu gente, a tantos inocentes pobres que solamente te tenían a ti para defender sus derechos. Tu corazón de buen pastor no te permitió escapar de la muerte que tu presentías. ¡No podías abandonar a tu rebaño! Escogiste la muerte, por aquello de que “nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”. Déjame decirte amigo Juanín, que tus gentes de acá, nos sentimos orgullosos, enormemente orgullosos de ti. Tu testimonio de fe sellado con tu muerte a los 48 años es una luz de amor que iluminará siempre esta tierra que te vio nacer. ¡Gracias, Juan, por tu vida y por tu muerte! ¡Por aquella visita que nos hiciste una tranquila tarde de octubre! Déjame terminar estos recuerdos agradecidos con el Himno Oficial de la Beatificación:

Fijaron sus ojos en Cristo / y ya no volvieron atrás. / Sabían de quien se fiaban / y esa razón pudo más. / Llevaban los ojos vendados/ atados de manos y pies / pero el corazón palpitando / rebosante de amor y de fe. / Como los mártires / nuestros hermanos / de la Iglesia en tierra Quiché. / Queremos ser en nuestras vidas / todos hermanos / y prepararnos para un nuevo amanecer. / Si hoy nuestros miedos persisten, / si se nos cansa la fe, / queremos fijar nuestros ojos en Cristo. / Y con fuerza luchar, / quitar de los ojos las vendas, / quitarlas de manos y pies / y con corazón bien dispuesto / seguir como ellos a Jesús.

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