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Javier García Cellino

Velando el fuego

Javier García Cellino

La orgía perpetua

La propuesta de la Superliga de fútbol es un síntoma más del ensanchamiento de la grieta entre ricos y pobres

Tras el deslumbramiento producido en Vargas Llosa por la lectura de la novela Madame Bovary, de Gustave Flaubert, el escritor peruano le dedicó un largo ensayo por el que discurren todos los hechos de ese tiempo circular en el que transcurre la apasionada historia.

Mi intención en este caso es más humilde. No busca indagar en la vida y milagros de la protagonista, sino en esos viajes continuos a la búsqueda del incremento de dinero por el que ya hace años se mueven los ricos de turno. En alguna ocasión he recordado una cita anónima según la cual el dinero es como el estiércol, que si no se esparce no sirve para nada. De modo que los magnates del mercado futbolístico –jeques, empresarios del ladrillo y otros personajes de dudosa reputación– han decidido aumentar aún más su presencia en ese baile continuo de millones del que son los únicos propietarios.

Así que puestos calentar el magín, y siempre dentro de su rigurosa ortodoxia capitalista, se han sacado de la manga un nuevo invento que consiste en la creación de una Superliga que, como era de esperar, acoge con los brazos abiertos a los equipos más ricos del planeta. Ya se sabe que la buena ambición consiste siempre en desear más de lo que se tiene, aun al precio que sea. ¿Acaso importa que los ricos crezcan unos centímetros más y que los pobres comiencen a adelgazar hasta quedarse en los huesos? ¿Qué más da que el nuevo negocio amenace con acabar con el fútbol base, las canteras o el fútbol femenino, entre otros desastres que se avecinan?

No hay que mezclarse con la chusma, ese es el cartel que de un modo tácito preside estos últimos movimientos. Una representación que imita los peores tiempos de nuestro país, cuando niños y niñas respiraban en aulas separadas o se dividía en dos pisos a los más listos y a los menos preparados. Que para algo existe la lucha de clases, faltaría más: “¿Cómo me pide usted que yo deje entrar en la fiesta a tanto menesteroso de segunda o tercera división, entre otras categorías? Esto es una orgía perpetua, y ya se sabe que solo las clases privilegiadas pueden abrir el baile”.

Alguien puede argüir que en las competiciones actuales el factor dinero es muy importante, y no le faltaría razón, pues la mayor o menor presencia del mismo ya significa una descompensación de las plantillas. Pero no es menos verdad que, de cuando en cuando, se producen agradables sorpresas: equipos que eliminan a otros de mayor presupuesto en la copa o incluso equipos más débiles que llegan a una final de Champions. Nada de esto sería posible de aprobarse esta delirante realidad. Por fortuna, se van alzando voces en contra de este proyecto faraónico, y algunas desde la perspectiva de seguir respetando los valores de siempre. Los sueños no se compran, a pesar de tantos mercaderes de turno que llevan impresa en la frente la línea de flotación de los dólares o petrodólares. Si no se evita, en el futuro solo podrán pasar al interior del salón los invitados que vengan vestidos con ropajes caros. Los demás, ya se sabe, a seguir a la intemperie, sobre todo los aficionados, que son el alma del fútbol (hay más de 4000 millones en todo el mundo) y que se ven arrinconados por inversiones millonarias que acaban pilotando la nave del club, convirtiéndoles a ellos en meros consumidores.

Habrá que confiar en que algún día colapse esta filosofía capitalista donde la utilidad de las cosas se define no por lo que son, sino por su valor en el mercado. Quizás entonces podamos volver a disfrutar de ese gran invento del pueblo: una pelota y unos amigos; un modo de defensa de los valores públicos, tan opuesto al feroz individualismo actual.

“Ningún jugador es tan bueno como todos juntos” (Alfredo Di Stéfano).

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