Cómo será el nivel general de estupidez que los humanos hemos organizado una forma de desarrollar nuestra existencia consistente en ir machacando el planeta que nos acoge hasta hacerlo incompatible con la vida. Observen, si no, las nubes de humo tóxico que cubren el cielo de las grandes urbes, la contaminación del agua y la destrucción del terreno, consecuencias de un modo tan irracional de entender el progreso que conduce a que el entorno sea invivible.
Y digo yo, ¿no sería más razonable, viable y económico –en vez de afanarnos en hacer habitables otros planetas, en previsión de que la Tierra agonice hasta la muerte– que reconsideremos nuestro papel aquí para conciliar la vida y la prosperidad?
Porque la evolución humana, tal como se interpreta hoy, es un plan suicida. Ningún sentido tiene un desarrollo que conduce a la enfermedad mortal del supuesto beneficiario.
Nos cargamos la fauna, la flora, el suelo y el subsuelo, las aguas dulces y saladas y hasta el aire que necesitamos respirar. ¿Es esto el progreso? Es más, para que unos humanos vivan bien han de sufrir y morir millones de semejantes. El disparate, se mire como se mire, es mayúsculo, y la mejor vía de solución no puede pasar por hacer el hatillo y emigrar a otro planeta, feo y desapacible, teniendo este que, cuidándolo, ha demostrado ser bastante acogedor.
Hay que sentarse a reflexionar sobre cómo hemos llegado al extremo de poner en peligro nuestra propia supervivencia y aplicar la inteligencia, si nos queda algo, para revertir la situación. Tiene que haber formas de desarrollo humano que no pasen indefectiblemente por la destrucción de la Tierra.
Me parece que llevamos demasiados siglos confundiendo el significado de los términos riqueza y progreso. ¿Para qué progresar y enriquecerse en un mundo enfermo, sin aire sano que respirar ni agua limpia que beber?
