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Tomás Fernández Antuña

Irene

Una fábula sobre la responsabilidad personal durante la pandemia del coronavirus

En una fría sala de hospital Irene reflexiona, tardíamente, acerca de su errónea ecuación entre la confianza y el peligro. En su estúpido cálculo no incluyó el factor “miedo” ni la variable “probabilidad” ni mucho menos el múltiplo “prudencia”; elementos que, como casi siempre, quedaron ocultos bajo la “vanidad” y la “autosuficiencia” de sentirnos únicos, y que en este tipo de ecuaciones siempre son los divisores que merman considerablemente el cálculo inicial y conducen al peor de los resultados: el sentimiento de culpa.

En aquella fría sala de hospital (qué bella frase para una canción de Víctor Manuel) Irene llegó a la conclusión de que nuestra exclusividad la dan los genes pero no los comportamientos, pues nos unen miedos, dudas, certezas y debilidades con casi todo el mundo y, si acaso, albergamos la tonta esperanza de que somos diferentes por el simple hecho de no compartir con los demás aquellas intimidades en las que basamos nuestra ficticia exclusividad y que, de compartirlas, nos harían sentir tan vulgares como reconfortados.

Irene se sentía culpable esperando las noticias de un equipo médico ojeroso y cansado por culpa de un trabajo desbordante ante la avalancha de tantos pacientes que, por culpa de otros o de su propia desidia, agonizaban como lo hacía su padre. “¡Qué estúpida he sido!”, se repetía una y otra vez con esa frustración del fumador empedernido al que le comunican su cáncer terminal o como el tetrapléjico que se arrepiente de haber conducido su deportivo a 220 km/hora mientras grababa con el móvil la proeza para encalar su ego. Pero en su caso, Irene no era una alcohólica causante de su propia cirrosis, sino que su insensatez estaba matando a su padre.

¿Quién iba a pensar que aquella fiesta en casa de Pedro iba a traerle la mayor de las desgracias? ¿Qué mierda de plaga era capaz de llevar hasta la muerte a un ser tan querido por un sencillo acto de amor? Porque Irene, como cada noche antes de acostarse, solo besó a su padre en un gesto de cariño y admiración.

Luego vino la tos, la falta de aire y una fiebre, insólita para la época, que parecía compatible con el mutante virus del que tanto se dice y tanto se ignora. ¿Cómo puede matar a un padre el beso de una hija sana, alegre, divertida y asintomática? ¿Cómo era posible que un encuentro de amigos llevase tanta desgracia a su vida? Ella solo quería divertirse, socializar, hablar de sus cosas y nada malo hay en ello. Qué sabrán los alarmistas, los maderos, los políticos y el resto de las autoridades implicadas. Solo era eso; un encuentro de amigos (14 nada menos) en la casa de Pedro.

“Este mundo ya era una mierda y ahora lo es mucho más. Nos cargan la culpa a quienes solo tratamos de vivir sin hacer daño a nadie mientras quienes nos dirigen discrepan, se culpan y tratan de hidratarse políticamente en los abrevaderos de la desgracia”. Eso se repetía Irene mientras leía en este mismo periódico que China (un lugar que ella admiraba) condicionó el envío de vacunas a Paraguay a cambio de que este país dejara de reconocer a Taiwan como Estado independiente. ¿Cómo es posible que las potencias mundiales antepongan su ego soberano a las vidas humanas? ¿En manos de quién estamos?

Súbitamente una voz que pronunció su nombre la arrancó de aquellos pensamientos. Era el equipo médico ojeroso y cansado. Irene se acercó sintiendo los latidos en su garganta. “Su padre ha mejorado considerablemente. Le hemos quitado el respirador y ya está fuera de peligro”. Irene lloró desconsolada al comprobar que su estúpida ecuación, por esta vez, arrojó un resultado favorable.

(Aclaración del autor: He utilizado un personaje femenino llamado Irene. En cualquier caso, el personaje podría ser masculino y llamarse Pablo pues la irresponsabilidad humana es tan genérica que no entiende de géneros. Igualmente he decidido que el contagio se produciría en una fiesta, pero bien podría haber acontecido en una manifestación convocada para reivindicar cualquier legítimo interés. Me veo en la necesidad de aclarar esto para aquellos lectores y lectoras que son incapaces de entender que el hecho de no participar en una convocatoria del 8 de marzo en las actuales circunstancias nada tiene que ver con el firme apoyo a los legítimos y plenos derechos de las mujeres en nuestra sociedad. Para estas lectoras y lectores que nos son capaces de distinguir entre los derechos y la sensatez, va dedicado este artículo).

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