Ahora que la pandemia parece ir remitiendo –crucemos los dedos–, se suceden los homenajes a los caídos a causa del coronavirus, en particular, nuestros ancianos.
Vale, queda muy lucido levantar un monumento y depositar unos cuantos ramos de flores a su alrededor, pero el mejor homenaje a los viejos españoles sería la decisión irrevocable de este país de querer y proteger a la tercera edad, de cuidar a los ancianos, de darles un cobijo digno, de dispensarles el cariño y reconocimiento que tanto merecen y de hacer cuanto podamos, que es mucho, para que la vejez en España sea un placentero y seguro periodo de la vida.
Se ha tratado a los ancianos como trastos inservibles, incluso se les ha abandonado a su suerte. Junto a comportamientos heroicos de profesionales que lo han dado todo y más para asistir a sus residentes, se han dado casos, no pocos, de conductas miserables que no podemos olvidar. Y, evidentemente, a esos indeseables hay que ajustarles las cuentas.
Pero lo más importante, a mi entender, es cambiar la concepción general de la tercera edad y otorgar a nuestros mayores la dignidad que les corresponde, que es máxima. Y, a partir de ahí, desarrollar un sistema asistencial cargado de humanidad.
Hemos de poner fin a la reclusión de los viejos, como pájaros enjaulados en recintos en los que el derecho a la intimidad queda abolido. Si nosotros no queremos vivir encerrados entre cuatro paredes, ¿por qué condenamos a los abuelos a ello?
En definitiva, hay que reformar el sistema para garantizar que cada anciano español, en su casa o en una residencia, con familia o sin ella, con más o menos recursos, disponga de una cobertura asistencial que favorezca que hasta el último día de sus vidas merezca ser vivido.
El mejor homenaje es que lo sucedido no pueda volver a ocurrir.