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Memoria y reencuentro

Homenaje de la aldea allerana de Cuérigo a uno de sus hijos, el misionero y beato mártir Juan Alonso

Eucaristía en honor de Juan Alonso en la Catedral de Oviedo, presidida por una imagen del allerano. | Luisma Murias

Memoria viva compartida y reencuentro o sentimiento actual de presencia son términos que expresan cabalmente el propósito e intención que subyacen al homenaje que la parroquia allerana de Cuérigo quiere rendir a uno de sus hijos que más la honra y enaltece. Se trata del Padre Juan Alonso, Misionero del Sagrado Corazón, que muy recientemente ha sido proclamado beato mártir de El Quiché (Guatemala) junto con otros dos compañeros de su Congregación y siete seglares indígenas que colaboraron activamente en tareas de formación cristiana y labores varias de promoción social o reanimación cultural.

La celebración eucarística de acción de gracias, programada para las 12.30 horas del próximo día miércoles 28 y la entronización posterior de la reliquia del nuevo beato, que quedará expuesta en la Iglesia de forma permanente para ser venerada por los fieles, coincide con la festividad de San Melchor de Quirós, primer mártir santo de nuestra Archidiócesis. Él es el patrono y también el referente común de los misioneros asturianos que siguen realizando su misión evangelizadora en diversos continentes. Un grupo de ellos, por iniciativa de la Delegación Diocesana de Misiones, participará en la concelebración litúrgica de ese día.

Aparte de la centralidad que tienen los actos religiosos previstos, “el nietu de Xuan de Pepa”, como era conocido el Padre Juan por sus paisanos de Cuérigo, podrá hacer perceptible de algún modo su presencia en la memoria colectiva de su pueblín natal y entrar de nuevo en contacto con las raíces mismas de su identidad: el marco físico natural, el ámbito familiar, el entorno vecinal de convivencia, el medio escolar (estudio, disciplina, juegos, travesuras), y muy especialmente la Iglesia Parroquial en que recibió el bautismo, fue confirmado y celebró su primera Misa en junio de 1960. En ella sintió también por primera vez ese misterioso impulso interior que lentamente fue afianzándose y tomando forma definitiva explícita en su vocación misionera.

Juan vuelve ahora a los suyos y es acogido gozosamente por ellos, ve reconocida su condición de hijo preclaro del pueblo y se siente venerado como primer beato mártir del Alto Aller. Ahí radica el singular encanto y el alto valor simbólico de este sencillo acontecimiento local, anodino en apariencia y sin resonancia alguna en las redes informativas de alta tecnología, pero en el que un observador sagaz experimentado percibe de inmediato la calidad humana y el latido solidario de esta comunidad aldeana ejemplar. A ella se refería Juan con frecuencia en sus cartas sirviéndose de la expresión “Cuérigo de mi raíz y mi semilla”.

El modo de entender e intentar vivir su vocación misionera no fue otro que mantenerse fiel a las palabras de San Pablo que había elegido como lema o guía a seguir el día de su ordenación sacerdotal: “En Cristo no hubo sí y no, hubo solo sí. (II Cor.1.19).

La decisión de participar eficazmente en ese “sí”, con su entrega incondicional a las comunidades indígenas que le fueron confiadas, iba a culminar finalmente en la ofrenda martirial de su vida que él presintió, aceptó y consumó. No es extraño que personas particulares o asociaciones solidarias inspiradas en modos de pensar diferentes, o en creencias de muy diverso signo, hayan manifestado a su familia sentirse identificadas con él y estimuladas por su ejemplo a proseguir el compromiso a favor de colectivos humanos sometidos a opresión política, exclusión social, explotación económica y, en general, a situaciones inhumanas de violencia e injusticia. Salir al encuentro del otro que está indefenso o se siente impotente, luchar por su dignidad y defender sus derechos son opciones de vida que aproximan y unen, crean espacios nuevos de entendimiento y posibilitan el empeño compartido de ser artífices de humanización.

El hecho de que después de cuarenta años de su muerte las comunidades de El Quiché sigan refiriéndose al Padre Juan como “tierra de nuestra tierra” es el reconocimiento explícito de que sigue vivo en su memoria y es considerado como algo propio, una porción sagrada de su herencia común. El término “tierra”, en efecto, más allá de su significado convencional (suelo, terreno, campo…) representa para la cultura maya el recinto de la memoria colectiva, el vínculo que enlaza a las sucesivas generaciones con los valores y tradiciones de sus antepasados, el lugar de su historia, la clave de su identidad. Para aquellas gentes la proclamación como beatos del Padre Juan y sus compañeros mártires ha sido –como puede ser ahora también para nosotros esta celebración conmemorativa– una ocasión extraordinaria muy propicia para reavivar su memoria y abrir la mente y el corazón al reencuentro personal y comunitario con él.

Sí, amigos: “memoria y reencuentro” de un testigo cabal de la fe que interpela y compromete, de la esperanza que reanima y vigoriza y del amor que rehace y libera. “Evocación y sentimiento actual de presencia” de un beato mártir allerano, de un hijo de Cuérigo.

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