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Tribuna

En memoria de Romero

La labor del mierense, fallecido el sábado, salvó de la destrucción parte del patrimonio ferroviario que se conserva en la región

En el Museo del Ferrocarril conservamos, como uno de sus grandes tesoros, unas hojas de papel cuadriculado, adornadas con una exquisita letra redonda manuscrita, que hablan de vías, de trenes, de minas y de locomotoras. Son escritos breves que destilan, con humildad, una gran sabiduría y un gran entusiasmo a través de algunas pequeñas historias, esas que describen los hechos trascendentales que nos han convertido en lo que somos. Son los escritos de Romero.

En memoria de Romero

Romero es un protagonista destacado de la historia de Asturias, pero –una más de sus cosas excepcionales– un protagonista que va por la vida queriendo pasar desapercibido, como por no molestar, como en realidad sólo hace la gente que sí que es importante.

Cuando la recuperación de nuestro patrimonio histórico, sobre todo el industrial, no era aún ni una intención, Romero ya sabía que había que moverse para que no se perdiera. Con la gran inteligencia natural de las grandes personas, poco a poco, como sin dar importancia a lo que hacía, recopiló memorias en su enciclopédica cabeza, que luego ha venido compartiendo con todos los que lo hemos ido conociendo. Así, amplios capítulos de la historia de Mieres en general y de Fábrica de Mieres en particular, se han podido descubrir y mantener.

Para Romero las locomotoras eran algo especial, las de vapor se entiende, que son las buenas. De hecho, siempre recordaba con emoción, de los durísimos tiempos de su infancia y juventud como niño trabajador de posguerra, sus inicios como fogonero en la vía de Nicolasa a los Cribos. Allí aprendió no sólo cómo manejar aquellos –ya por entonces– venerables artefactos, sino su historia y hasta los textos de sus placas de fabricación, que recitaba de memoria y de corrido: “Vulcanironvorsc usa vilquesbarre pa”, “Arnoljung locomotivfabric jungentalbeiquirchen”…

De ese amor por el ferrocarril y por la historia, sólo podía nacer la preocupación por la conservación de sus vestigios. A él debe Asturias que bastantes de nuestras grandes joyas del patrimonio industrial, algunas de relevancia casi universal, aún subsistan y se hayan convertido en piezas principales de los actuales museos. Cuando hace ya casi medio siglo, las locomotoras de vapor, sus locomotoras, iban siendo relegadas, Romero, plenamente consciente y con su habitual clarividencia, ya sabía que si él no lo evitaba todo aquello desaparecería para siempre. Con amable persistencia supo convencer a algunos directivos de Hunosa de la necesidad de su conservación. Y así, entre otras, en el lavadero de El Batán donde él tantos años desempeñó su impecable labor técnica, la Varela de Montes, la VA 8, la Bilbao, Santa Barbara, la Upina, la quirosana, la Riosa, el Cem, el Atos… pudieron felizmente sobrevivir. Allí esperaron su destino definitivo como los íconos del trabajo ferroviario e industrial que son, sin los que no se puede entender lo que fuimos, lo que somos y lo que seremos.

Romero es casi parte de mi familia. De hecho, a través de él conocí a antepasados míos que ya habían desaparecido antes de mi llegada a este mundo. Así, y como él lo sabía todo y hacía aquellas descripciones tan vívidas y lo contaba todo tan elegantemente bien, pude ver, como si los tuviera delante, al padre de mi madre, mi güelu “Pepe el murcianu”, Pepe Lorca, en La Pasera con su sombrero y su eterno cigarrillo encendido. Por él pude acercarme, como si estuviera allí, a la madre de mi padre, mi tierna güela Aurora, en su humilde casa de La Villa. Y por él conocí andanzas familiares que, de otra manera –todas las familias son demasiado discretas con su propia historia– nunca hubiera podido saber. Rescatar como él hacía, la épica de las pequeñas historias de la gente común, que son las historias verdaderamente importantes, resulta un raro mérito, uno más de los que él reunía con su fina inteligencia y su delicada ironía.

Quiero mucho a Romero, porque debo decirlo así, en presente. A la gente que se quiere de verdad nunca se la deja de querer. Romero es, claro, don Florentino Romero García y nos acaba de dejar. Con su eterna sonrisa, ya va en una de sus locomotoras al cielo de la buena gente. Feliz viaje, gran amigo.

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