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Francisco Palacios

Líneas críticas

Francisco Palacios

El salario del miedo

El incremento del sueldo mínimo y la necesidad de mejorar la calidad de vida de los trabajadores

El Gobierno ha pactado con los sindicatos subir el salario mínimo interprofesional hasta los 965 euros, un 1,5 por ciento (quince euros al mes). La medida, que afecta a un millón medio de trabajadores, no fue ratificada por los empresarios: alegaron que no es el momento ni la cuantía. Para su presidente, Antonio Garmandia, esta raquítica subida afectaría negativamente al empleo y favorecería la economía sumergida y sentenciaría al campo y la hostelería.

El salario del miedo

Hace tres años, antes de que estallara la pandemia, hubo un acuerdo con los empresarios para que ningún salario estuviera por debajo de los mil euros mensuales. Y desde 2017, incluyendo la actual mejora, el salario mínimo se ha incrementado en 258 euros, y no se produjo ninguna catástrofe económica. De modo que no se llegó a cumplir el argumento repetido por algunos sectores de que subir los salarios destruye empleo, y más aún cuando ese incremento es tan exiguo como el que se acaba de aprobar.

Por otra parte, las cifras no sólo expresan simples cantidades, sino que también sirven para medir y valorar la riqueza de las naciones y el nivel de vida de sus ciudadanos. España es ahora la cuarta potencia económica de la Unión Europea. Por ello no salimos bien parados cuando se nos compara con países de nuestro entorno para señalar logros y carencias. Por ejemplo, en Irlanda se ha fijado el salario mínimo en algo más de 1.700 euros, con una tasa de desempleo de un 6,4 por ciento, menos de la mitad que en España. Asimismo viene a propósito recordar que sobre esta debatida cuestión, hace pocos meses, el pleno del Parlamento Europeo apoyó el salario mínimo y solicitó también medidas urgentes para acabar con los trabajadores pobres en el ámbito de la Unión Europea, ya que “el principio de que el trabajo es el mejor remedio contra la pobreza no se puede aplicar a muchos empleos con bajos salarios y condiciones de trabajo precarias y atípicas”. Y tampoco se puede obviar que la dignidad reclamada para altos cargos (frecuentemente con sueldos millonarios) casi nunca se aplica en favor de otros trabajos muy útiles socialmente, pero mal retribuidos y valorados.

Es evidente que la riqueza y la pobreza son polos de una misma realidad. Una realidad que puede resultar moralmente lacerante para buen número de ciudadanos con una existencia precaria y un futuro poco prometedor.

Al respecto, a principios del pasado año, el propio Gobierno español invitaba al relator especial de la ONU, Philipp Alston, para que hiciera un informe sobre la pobreza y los derechos humanos. Después de visitar seis autonomías, Alston expuso que se había encontrado con dos Españas muy diferenciadas. Una de la prosperidad y otra con un alto porcentaje de personas que viven al borde de sus posibilidades: “He visto el rostro agobiado de los que luchan diariamente por sobrevivir”. Y ha denunciado que los derechos sociales “rara vez se toman en serio, pese a ser invocados a menudo en los discursos de los políticos”. Una cosa es predicar y otra dar trigo.

Estado del bienestar

En definitiva, a estas alturas habría que preguntarse dónde quedan los fundamentos del pregonado Estado de bienestar, del que cada vez se habla menos, y cuyo principal objetivo era fomentar, dentro del sistema capitalista, los derechos sociales y las condiciones de vida de los ciudadanos. Se trataría de favorecer una vida valiosa frente a una vida devaluada.

Lo que puede parecer una utopía en un mundo en el que priman flagrantes desigualdades. Aunque si atendiéramos a un optimista refrán árabe, la propia vida es ya la más cierta esperanza.

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