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Ricardo Montoto

Dando la lata

Ricardo V. Montoto

Bajo la mascarilla

La protección vuelve a ser obligatoria en los espacios exteriores

Supongo que no seré un caso extraño, pero a mí, con la mascarilla puesta, como haga algo de frío en la calle, se me caen los mocos. Debe de ser que el calorcillo generado en el hueco entre la cara y la mascarilla contrasta con el biruji exterior por lo que el mocámen se me licúa, pierde su capacidad de adherencia y, por la ley de la gravedad, tiende a bajar.

Y estás parloteando con alguien y comienzas a percibir la desagradable sensación de que por cada fosa nasal desciende un velón como los de las procesiones de Semana Santa. Y la aspiración disimulada no da resultado. Pero inspirar con decisión y contundencia es una falta gravísima a las reglas de la buena educación. Y ya los notas humedeciéndote la zona superior del bigote. Y el contertulio no parece dispuesto a finalizar la conversación/monólogo –que es como cada vez más gente interpreta el otrora hermoso acto de conversar–: toman la palabra en exclusividad mientras el resto de la parroquia queda condenado a escuchar en silencio.

La vuelta a la obligatoriedad de la mascarilla en espacios abiertos –anda que no estamos dando tumbos con el asunto– nos pone en estos bretes mocosos tan poco elegantes cuando, en realidad, donde sí es fundamental llevar nariz y boca cubiertos es en los lugares cerrados.

Pero la necedad humana es tal que lo hacemos al revés. Tanto es así que me cuentan de vecinos que acuden al hospital a visitar a los enfermos y, como hace calor allí dentro, se sofocan con la mascarilla puesta ¡y se la quitan! Y después pasa lo que pasa, que el covid corre de habitación en habitación a toda velocidad. Hace falta ser majaderos para cometer semejante insensatez. Pues, por lo visto, no es nada raro.

El caso es que el otro día, tras una de esos encuentros al raso en plena calle, llegué al despacho de tales trazas que tuve que cambiar la mascarilla, porque era irrecuperable. A lo que hemos llegado.

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