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Juan José Glez. Pulgar

Shangri-La

El crecimiento del valle del alto Aller y el encaje del geriátrico

En el Valle de la Luna Azul, oculto en la cordillera del Himalaya, el escritor James Hilton situó en 1933, en su novela “Horizontes perdidos”, el Monasterio de Shangri-La. Un lugar idílico, donde la gente era feliz y no envejecía. Estaba dirigido por un monje tibetano, de origen francés, el Padre Perrault, persona visionaria que creó un edén de espiritualidad y de salvaguarda de la cultura y la civilización, y que los acontecimientos futuros harían peligrar ante la proximidad de la Guerra Mundial.

En el Valle del Alto Aller también se alternan el agua, el bosque y la nieve. Parten rutas centenarias hacia el Gumial, las Foces del Río Pino y Ruayer. Y caminos de peregrinos coherentes, que saben que no deben visitar antes al criado que al señor. Caminos de trashumancia, con despertares de primavera, entre esquilas y cencerros, de hombres y ganados al encuentro con las brañas, mayaos y morteras.

Acurrucada y protegida por las montañas, ha nacido la residencia de mayores del Montepío de la Minería, imponente y alba. Señorial e inmutable ante los cambios y colores que las distintas estaciones transforman el paisaje. Podría ser también un moderno monasterio, donde priman las humanidades sobre las matemáticas y los números.

Habitan personas con ambición de ser pueblo de arraigo, con servicios necesarios. Lugar de convivencia, de paz y sosiego. Se respetan los sueños no cumplidos y se protegen los recuerdos de toda una vida.

En el valle del Aller, bajo el abrigo de la Peña Pando, renace un nuevo Shangri-La.

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