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Javier García Cellino

Velando el fuego

Javier García Cellino

La normal anormalidad

La actitud de algunos políticos o del Rey emérito, aferrándose cueste lo que cueste a sus privilegios

El dicho de que somos animales de costumbres no es en absoluto una frase hecha. Nuestras pulsiones diarias suelen reflejar un ritmo más o menos conocido, una forma de medir el mundo que forma parte de nuestra piel desde siempre. Por ello, sin necesidad de bucear en el diccionario, todos sabemos que si en el verano hace sol, no sucede nada extraordinario, más bien el termómetro refleja una situación normal. Lo inusual hubiera sido que los meses del estío estuvieran cargados de frío, fuertes lluvias e incluso alguna que otra nevada. En ese supuesto habría que admitir que se ha trastocado la cartografía de siempre (aunque al paso que vamos habrá que acostumbrarse a fuertes variaciones a causa del cambio climático), lo mismo que sucedería, pero al revés, si noviembre o diciembre nos regalaran temperaturas superiores a 25 o 30 grados.

Sin embargo, y por razones que serían largas de explicar, y dando por supuesto que incluso existieran suficientes argumentos para justificar esa mudanza, en ocasiones el lenguaje sufre una fuerte convulsión, un terremoto verbal que lo desplaza de un extremo a otro. No se trata de que el lenguaje como tal se haya pervertido, en el estricto sentido del término, sino que han sido los usuarios del mismo quienes hemos contribuido a alterar, a veces de un modo drástico, esa escala de valores que tendría que medir los sucesos de acuerdo a su moneda habitual. Es entonces cuando juzgamos de un modo distinto las cosas, cuando lo que tendría que formar parte de la normalidad se convierte en su contrario.

Así, no resulta extraño hoy en día que la bondad, el esfuerzo por allanar caminos y facilitar el diálogo, la búsqueda de la verdad y, en última instancia, el sometimiento a la razón más allá de intereses bastardos, apenas coticen en bolsa; hasta el extremo de que las personas que se esfuerzan por obrar así, colocando la rectitud en primera fila de su conducta, sean consideradas como ingenuas, candorosas o pobres infelices sin más.

Ejemplos hay de sobra para demostrarlo. Y por si existiera alguna duda, basta con bucear, siquiera de un modo leve, en las aguas que bañan el escenario político, donde se puede observar cómo el termómetro que rige la normalidad está infectado de febrículas anómalas.

Pongamos el caso de los políticos que al retirarse han decidido renunciar a su pensión vitalicia como extraparlamentarios. Julio Anguita y pocos más han sido los que han actuado así. Sin embargo este hecho, que debiera ser considerado como normal e incluso obligatorio por ley, ha pasado a teñirse de un carácter extraordinario. La razón es que la brújula del resto de los políticos, cuando les llega el momento de abandonar sus funciones, se ha desplazado al lado contrario, lo que explica en parte los empujones, zancadillas y demás peleas de gallinero que existen en ese teatro, pues no es moco de pavo, por aludir al tópico, prolongar de por vida esa canonjía económica.

Mientras escribo estas líneas leo una noticia sobre el regreso del rey emérito, lo que viene a confirmarme que vivimos en la más absoluta y completa anormalidad. Quien tendría que haberse quedado a dar explicaciones de sus tantas conductas irregulares en el terreno fiscal (normalidad), se ha largado a vivir al extranjero durante dos años y a cuerpo de tal (anormalidad). Lo peor del caso no es solo que ahora haya decidido volver a pasearse por aquí, sino que una parte importante del cuerpo social, ciudadanos incluidos, acepten esta situación sin más. Tontos de capirote, en eso nos vamos convirtiendo.

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