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Melchor Fernández

Adiós a Fredín, el del Bar

Alfredo Antuña formaba parte de la columna vertebral de El Entrego

La noticia del fallecimiento de Alfredo Antuña Álvarez –para todos, Fredín–, sacudió como un estremecimiento a El Entrego. Era comprensible, pues él formaba parte de la columna vertebral del pueblo. El establecimiento, que había fundado su abuelo en 1927, haciendo compatible su llevanza con el trabajo como vigilante en la histórica Mina San Vicente, se convirtió en pieza importante para el estirón del pueblo que había sucedido al Linares que se había llevado el Nalón siglos atrás con la tristemente famosa "Llena de San Miguel". El Bar de La Laguna tuvo el primer teléfono del pueblo, la primera pensión, y, sobre todo, se convirtió en el primer establecimiento de bebidas que, sin dejar de ser eminentemente popular –El Entrego nunca fue un pueblo clasista– dio un salto de calidad para superar al chigre. De hecho, desde el principio, fue para todos "El Bar".

En los 82 años que lo gestionó la familia Antuña siempre hubo un Alfredo –abuelo, padre o nieto– al frente del establecimiento, mientras en la cocina Aniceta Fueyo "La Nina", acumulaba prestigio, aunque no dudó en ayudar a su nuera, Matilde, a que lo superara. Fredín nieto asumió la responsabilidad de estar a la altura de lo que heredaba. Y lo consiguió, no solo a costa de levantar el brazo más que nadie echando infinitos culetes, sino también, y sobre todo, con una implicación personal que tenía en la amabilidad y el buen humor sus rasgos más destacados. Así llegó a la jubilación, completando un ciclo de 82 años en la historia del establecimiento.

Había merecido una jubilación feliz, pero la vida no fue generosa con él, pues sucesivas enfermedades impidieron que disfrutara de sus aficiones todo lo que había merecido. Él, que había sido un excelente deportista en su juventud –los viejos aficionados al balonmano lo recordarán como un excelente portero del CAU– eligió el golf como deporte de madurez. En seguida disfrutó con él, pero no tardaron en llegar paradas obligadas por cuestiones de salud. Volvió, sin embargo, una y otra vez a practicarlo, a despecho de los achaques que, por más que insistieran, parecían incapaces de minar la fortaleza de aquel cuerpo de atleta. Hasta que lo consiguieron. Hay que añadir que por desgracia, pues lo hicieron demasiado pronto.

Su mujer, Concha, sus hijas Carmela y Candela, sus hermanos Tomás y Carlos –como no recordar a Mati, que le precedió muy precozmente en el tránsito– saben mejor que nadie lo dura que fue esa lucha, que ellos intentaron aliviar y para lo que, por suerte, pudieron contar con la ayuda de los nietos que fueron llegando. A sus amigos procuraba ocultarnos sus achaques con una sonrisa. Seremos muchos los que le despediremos hoy con tanta tristeza como afecto.

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