Velando el fuego

Vuelo de naranjas

Los paralelismos entre el fútbol y el trato que se da a los árbitros y la educación en política

Javier García Cellino

Javier García Cellino

Como sucede siempre en cualquier debate, de un puente se pasa a otro y de este a otro hasta que llega el momento de poner el punto y final. La tertulia de esta semana comenzó cruzando un puente bastante tópico, que hacía referencia al fútbol y más en concreto a la labor de los árbitros: que si aciertan mucho o poco, que si el papel del VAR, que si… Hasta que uno de los contertulios me pidió que narrara otra vez la anécdota que me había sucedido hacía ya bastantes años en el partido Hércules-Tenerife, de segunda división.

Como quiera que había alguna persona más interesada en la versión, comencé el encuentro (11 de mayo de 1972) cuando salté al terreno de juego provisto del uniforme negro y del consabido banderín que, como juez de línea, me tocó llevar. Recreé alguna que otra jugada importante; los cabreos cada vez más acentuados de la delantera del Hércules –sobre todo de su extremo izquierdo– cada vez que señalaba posición de fuera de juego (si el Hércules perdía estaba prácticamente descendido de categoría); los agravios contra mi persona (unos 30.000 espectadores más o menos se agolpaban en las gradas) convertidos pronto en objetos peligrosos: me lanzaron un transistor y algún que otro espectador se pasó parte del combate encendiendo puros que luego se estrellaban como lenguas de juego contra mis muslos; hasta que llegaron las naranjas. Docenas y docenas de piel más o menos gruesa que descendían en picado y aumentaban su fuerza de gravedad a medida que iban bajando hasta precipitarse contra mi cuerpo.

Debo decir que la fortuna vino en mi ayuda, pues una de ellas (o varias, no sé) golpeó contra uno de mis hombros antes de tomar por asalto mi ojo izquierdo. Creo que debo a la suerte que el hombro hubiera actuado a modo de muro protector, pues de lo contrario quién sabe lo que hubiera podido suceder. Terminé el encarnizado relato con el gol que a falta de siete u ocho minutos dio el empate al Hércules (1-1) y con ello la posibilidad, a falta de dos jornadas, de poder seguir en segunda división, como así sucedió a la postre.

De ahí cruzamos a otro puente, este cercano a la política y a los modales que debieran exigirse a quienes actúan en ese escenario. Hubo unanimidad en reconocer los malos modos de unos y de otros, haciendo hincapié, eso sí, en que la dimensión de los agravios no era la misma cuando procedía de las filas conservadoras o ultras que cuando llegaban desde la izquierda. Si bien, y a pesar de esa diferencia (algunas personas gustan de poner a todos al mismo nivel), no resultaba provechoso seguir insistiendo en ese manual de malos tratos.

El último puente, continuación del anterior, como era lógico, hizo referencia a la condición humana y al progreso de la misma. Vale que en los antiguos tiempos no solo se usaran estas malas artes, sino que incluso en ocasiones llegaron acompañadas de un cortejo fúnebre (no faltaron a la cita las 23 puñaladas que recibió Julio César de manos de los senadores romanos); pero, en todo caso, ello no servía de excusa para exonerar a nuestros tribunos actuales de su mala praxis, convenimos todos.

El olor de las naranjas acompañó mi regreso a casa. Y no pude menos de recordar a Miguel Hernández, fallecido a causa de un vuelo de proyectiles homicidas: el hambre, las penurias y el olor a muerte de las cárceles franquistas de posguerra. Ese vuelo de naranjas que acompaña algunos de los versos de su extraordinaria obra "El rayo que no cesa": Entre ellos: "Tu corazón, una naranja helada/ con un dentro sin luz…".

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