Opinión | Desde mi atalaya turonesa

El día más atroz de mi vida (I)

Un grave accidente de tráfico truncó el azaroso hacer cotidiano

Acceso al antiguo hospital de Murias, antes de su cierre, en una imagen de archivo.

Acceso al antiguo hospital de Murias, antes de su cierre, en una imagen de archivo.

Cada uno de nosotros, no es ajeno a esa etapa de la vida en que, de súbito, se experimenta un deseo irrefrenable de abrir su corazón a los demás. Es el instante en el que ya no se tienen reparos en mostrar vivencias que, en ocasiones, le han dejado profundas cicatrices, como esculpidas a fuego en sus entrañas y que marcaron su alma para siempre. Para mí ese momento ha llegado. El día uno de abril de 1991 era "lunes de Pascua". Me levanté a las siete de la mañana, desayuné y, luego, conduciendo mi automóvil me dirigí a la capital de Principado. Faltaban unos diez minutos para las ocho cuando salí de Pola de Lena. Mi programa diario de lunes a viernes, en esa época, estaba muy definido: una vez cumplida mi jornada en el Ayuntamiento de Oviedo, almorzaba y, seguidamente, me encaminaba hacia Turón donde, entre las 18 y 21 horas, impartía unas clases de Matemáticas a alumnos de Bachillerato.

Mi madre, que había sufrido mi marcha de la casa paterna a causa de mi cambio de estado civil, disfrutaba con mi presencia cada vez que regresaba sobre las cinco de la tarde. Era para ella un alivio, sobremanera, ante su panorama cotidiano que nada tenía de halagüeño: ya habían transcurrido seis años desde la primera crisis cardiovascular de mi padre y su dedicación hacia él fue en cuerpo y alma desde entonces. Concluidas las tareas, yo solía quedarme a cenar con ellos; luego regresaba a Pola de Lena y, así, hasta el día siguiente. Volviendo a aquella jornada del uno de abril a media tarde, Mina de Fresneo, que vivía en el primer piso de la casa, estaba en la sala de estar, como siempre, pendiente de su marido, que consumía el tiempo leyendo alguna revista o cualquier periódico que cayera en sus manos.

En un momento determinado se dio cuenta de que era la hora del comienzo de las clases porque hacía un tiempo que percibía el murmullo de los jóvenes que esperaban en la acera y, en cambio, su hijo no había llegado. En ese instante su hermana Socorro que vivía en Linares le comunicó por teléfono que Lito tenía un compromiso urgente con la familia de su mujer y que avisara a los alumnos para que se marcharan porque ese día, por fuerza mayor, tenía que suspender las clases. Mina no debió de pensar más en aquello pues pronto absorbió su mente la complicada ecuación que tenía que resolver desde el amanecer de cada día. El dos de abril, es decir, un día después y antes del mediodía, sonó otra vez el teléfono.

La llamaba su hermana, nuevamente, para trasladarle la siguiente noticia: "No te asustes, pero Lito tuvo un accidente y está hospitalizado en Murias. Es poca cosa lo que tuvo. No vayas a verlo hasta pasado mañana, según recomendación de los médicos… Iré yo contigo. Él está bien".

Pero regresemos, de nuevo, a aquel día del uno de abril. Habían transcurrido unos minutos desde mi salida de casa y conducía mi automóvil a la altura de Figaredo cuando, de repente, creí percibir dentro de mi cabeza como una gran explosión que llenó todo el espacio en derredor de una luz vivísima más intensa que el sol; después como si hubiera entrado en una profunda sima todo fue oscuridad y silencio. Al recobrar el conocimiento me encontraba postrado en una cama y comprobé que no podía moverme. Algunas personas de bata blanca decían algo que me pareció vago y borroso, como si fuera a través de un tupido velo.

Mi mujer trató de explicarme cómo la Guardia Civil la había avisado del accidente ocurrido a consecuencia del cual yo me encontraba ingresado en el hospital comarcal. Recuerdo que mi primera advertencia fue que, de momento, no le comunicara nada a mi madre porque la noticia, recibida así de golpe, podía mandarla para el otro mundo. Yo todavía no era muy consciente de lo que me había ocurrido. Pensaba que en un día o dos se podía arreglar todo y que mi madre ni se enteraría del percance. Mi confusión era tal que no tenía la más mínima idea de lo ocurrido y de cual era mi estado físico. Mi mujer, en cambio, sí sabía de mi situación en aquel momento pues había sido informada por los médicos del centro, pero obedeció mi mandato y así le trasladó mi petición a Socorro. En realidad mi situación era tan grave que tenía serias fracturas en ambas piernas que necesitaron dos intervenciones quirúrgicas, una de las cuales se prolongó hasta las cinco horas y media. Según le habían comunicado a mi mujer, en ese fatídico día, parece se que yo había intentado adelantar a un camión y había colisionado con un automóvil que circulaba en sentido contrario. Sin embargo, yo no me acordaba de nada, no sabía cómo podía haber ocurrido aquello. Después de mi primer paso por el quirófano, para fijar la cabeza del fémur del muslo izquierdo, me clavaron una barra por debajo de la otra rodilla de la que colgaron unas pesas con el fin de inmovilizarme esa extremidad, pues, además tenía dislocada la cadera derecha. En esa situación, cual si estuviera crucificado, permanecería durante un mes.

Cuando a las cuarenta y ocho horas vino mi madre al hospital, acompañada de su hermana, al verme en la cama en aquel estado la pobre mujer estalló en sollozos. En aquellos instantes sentí yo más dolor por ella que el me proporcionaban mis múltiples heridas. Trataba de evitar que no se preocupara pues no tardaría mucho en salir del hospital... ¡Qué iba a decirle sino! Poco a poco, me fueron informando de que habría de transcurrir un año como mínimo para volver a la normalidad, porque tendría que ¡aprender a caminar de nuevo! Después de estar hospitalizado durante cerca de tres meses, recibí el alta y apoyado en unas muletas regresé a mi domicilio de Pola de Lena. Cuando concluí la rehabilitación de cinco meses, el Dr. Primo me aconsejó que no dejara de caminar a diario y que era el momento de suprimir una muleta.

Entonces, los días sin lluvia, una vez que sustituí la muleta por un bastón, comencé a salir de casa. Creo recordar que fue finalizando el verano. En estos paseos de tres o cuatro kilómetros que hacía en solitario, comencé a obsesionarme con una idea, con un problema que no tenía resuelto. Era éste el motivo por el que yo había tenido el accidente. Pensaba en él con insistencia, pero no acertaba a darme una explicación convincente. Pero un día, a la vuelta de aquellos paseos, como siempre hacía, me senté junto a una amplia mesa de trabajo que tenia en la galería. Eran unos minutos de descanso mientras esperaba que la comida estuviera dispuesta. Frente a mí tenía una pequeña estantería ocupada por algunos libros, estuches de VHS e, incluso, dos plantas ornamentales que emergían de unos artisticos jarrones de cerámica rambleña.

Me quedé mirando para todo el conjunto con perplejidad, como si hiciera siglos que no lo había visto. Pero en un extremo del mueble, junto a los libros, percibí una pequeña caja de cartón que movió mi curiosidad de repente y me hizo levantarme de la silla como si un resorte hubiera actuado sobre mí. Al tener en mis manos aquella cajita y leer la letra que venía impresa en sus caras, un montón de recuerdos se agolparon en mi cabeza. Los tenía olvidados desde el mes de marzo. Exactamente desde poco antes de mi desgraciado choque. Al abrirla y ver su contenido no tardé en descubrir el secreto del trágico suceso de aquel uno de abril que permaneció en mi memoria durante mucho tiempo.

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