Opinión | Líneas críticas

El alcance de una tragedia devastadora

Las respuestas a la dana de la España oficial y de la España vital de Ortega

La gota fría desatada días pasados, que ahora se llama dana quizá para darle un sesgo más científico, está considerada como uno de los desastres naturales más devastadores y costosos de la historia de España. La magnitud de la catástrofe ha puesto de manifiesto además la vulnerabilidad de ciertas zonas de la Comunidad Valenciana frente a fenómenos meteorológicos extremos.

Una amenaza que acecha de algún modo a otras regiones, pues se calcula que casi tres millones de españoles viven en zonas con riesgo de inundación. Lo que resulta paradójico es que España disponga de una completa normativa nacional y europea sobre planes generales de ordenación urbana y mapas de peligrosidad. Planes que casi nunca se cumplen.

Por tanto, la desoladora catástrofe que se presenta a diario con escenas realmente dantescas desborda el ámbito de un destructivo fenómeno natural y alcanza el ámbito político y administrativo. De nuevo se ha revelado una evidente falta de previsión en este tipo de situaciones extremas, porque casi siempre se anteponen las razones meramente económicas a las estrictas medidas preventivas, que se valoran como poco rentables electoralmente.

Asimismo, la creciente polarización no sólo fragmenta nuestra vida política, sino que supone un gran obstáculo para hacer frente a un desastre natural de las proporciones de la dana. En tal sentido, frente al admirable despliegue solidario que se activó en toda España, llama la atención el juego de acusaciones cruzadas de los partidos políticos, incapaces de ponerse acuerdo en momentos en que la política institucional sigue siendo un instrumento indispensable para afrontar una crisis de tal magnitud.

Al respecto, en los años ochenta del siglo pasado, el famoso político italiano Enrico Berlinger manifestaba decepcionado que los partidos ocupaban sin pudor el espacio del Estado y de todas instituciones. Que se habían convertido sobre todo en máquinas de poder y de clientelismo, con un escaso o erróneo conocimiento de la vida y de los problemas de la sociedad, de la gente; con pocas o vagas ideas, ideales o programas. Y con cero sentimientos y pasión civil.

Y hace ya más de un siglo, Ortega y Gasset denunciaba las diferencias que separaban la España oficial y la España vital. Dos Españas que vivían juntas y eran casi perpetuamente extrañas. La España oficial se obstinaba en prolongar gestos y maneras de una época fenecida. Y que hoy estaría representada por todos aquellos, en especial políticos, que, con una frialdad casi inhumana, se enzarzan en estériles polémicas sobre protocolos, competencias, ayudas, o responsabilidades.

La España vital estaría representada por todo lo que pueda contribuir a fortalecer los "lazos de sociabilidad", es decir, la vitalidad social, la cultura y la conducta cívica. Una España que, estorbada por la otra, "no acierta a entrar en la historia".

En las urgentes y trágicas circunstancias del momento, esa España vital estaría encarnada por la desinteresada cooperación de millones de personas, en gran proporción jóvenes. Una solidaridad que contrasta ostensiblemente con las nefastas contiendas partidistas.

Por último, Ortega aconsejaba que, cuando hubiera conflicto entre las dos Españas, "había que invitar a las gentes a que prefieran siempre la España vital": ese conjunto de ideales y prácticas políticos que pueden arrastrarnos a un régimen de vida "más activo, generoso, justo y noble". Sin duda, una aspiración tan esperanzadora como utópica. Y aún más en los tiempos que corren.

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