Opinión | Líneas críticas

El gran espectáculo de las luces

La iluminación navideña, una competición lúdica entre ciudades

Desde hace algún tiempo, uno de los espectáculos más celebrados cada año es el encendido de las luces navideñas. Y al margen del signo político de sus gobernantes, la iluminación festiva de las grandes ciudades (y de las no tan grandes) se ha convertido en una suerte de competición lúdica y comercial en la que no se trata tanto de iluminar como de deslumbrar. Una carrera lumínica que parece no tener freno.

Lo ilustran bien algunos ejemplos. El luminoso abeto natural que este año ha instalado el Ayuntamiento de Madrid en la Puerta del Sol tiene una altura de casi 37 metros, equivalente a un edificio de 12 plantas. Y no es el más alto: lo superan el árbol de Badalona, 42 metros; Vigo, 44 metros y Granada, 57 metros, sin contar la utilización de millones de bombillas en todo este decorado navideño.

El pionero alcalde de Vigo, Abel Caballero, ha dejado claro en varias ocasiones el objetivo de estas exhibiciones lumínicas anuales: atraer turistas, impulsar el comercio. Otros alcaldes se han manifestado en el mismo sentido: se trata de fomentar el consumo en unas celebraciones entrañables para millones de personas.

Ahora bien, en toda esa operación se observa una muy difícil coexistencia entre ese dispendio luminoso, el alto precio de la electricidad, aunque se utilicen bombillas de bajo consumo, la llamada pobreza energética, que afecta a cientos de miles de ciudadanos, o el recurrente cambio climático. Un buen ejemplo del doble lenguaje utilizado entre medios y fines, entre lo que se predica y lo que se practica en los grandes foros internacionales y nacionales sobre los nocivos efectos del irresponsable consumo de energía.

Sobre este asunto, el filósofo y cineasta francés Guy Debord publicó en 1967 "La sociedad del espectáculo". En este famoso y polémico ensayo sostiene que la moderna forma de vida no es otra cosa que una sucesión de espectáculos en los predominan los fines económicos sobre cualquier otro fin social. El espectáculo sería la imagen invertida de la sociedad: las relaciones entre las mercancías habrían suplantado las relaciones entre las personas. Y la vida real se habría convertido en una mera representación.

Para Debord, el espectáculo tiene asimismo la valiosa ventaja de haber marginado a la historia. De haber transformado el espíritu histórico en una sucesión de apariencias. Una operación en la que las personas dejan de ser protagonistas de su propia historia para convertirse en espectadores pasivos de las imágenes que han sido creadas por otros. No generadas personalmente.

A pesar de que se extiende en otras muchas consideraciones, el autor defiende en su libro la tesis de que la moderna sociedad del espectáculo se corresponde con una etapa avanzada del sistema capitalista, donde la repetición de imágenes vendría a desbancar la propia realidad. Y cuyo principal objetivo sería eliminar cualquier fisura que posibilitara otra forma de organización económica.

En cualquier caso, habría que tener en cuenta que el espacio ganado al ocio por una población creciente en el mundo desarrollado es también un factor indispensable para conocer "el espíritu de nuestro tiempo" al que pertenece el deslumbrante espectáculo de las luces navideñas.

En definitiva, como escribí en otra ocasión, el formidable despliegue luminoso de nuestros días me recordó el siglo XVIII, también conocido como "el de las luces". Los ilustrados creían entonces que la luz de la razón sería capaz de iluminar el conocimiento humano para sacarlo de su inveterada ignorancia y construir un mundo mejor y más feliz. Un mundo que se nos antoja aún más utópico con las luces que ahora nos iluminan.

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