Opinión
El día más atroz de mi vida (y II)
El fin del relato de un accidente de tráfico y sus repercusiones existenciales
En la primavera de 1991 investigaba la vida del Mariscal Solís y de su fundación "La Colegiata de Murias" (Aller) en la que según noticias paternas había estudiado mi bisabuelo Ángel Martín de Enverniego, hacia 1862 antes de ingresar en el Monasterio de Corias. Durante el transcurso de dicho estudio me encontré con personas como Abelardo Lobo, Perito de Minas, que no solo se ilusionó con mi proyecto sino que me ayudó en todo lo posible; también con otros como cierto funcionario de la Universidad que disponía de información interesante y que por estar desarrollando un trabajo que en algún capítulo coincidía con el mío, por medio de falsas promesas trataba de ralentizar mi trabajo a toda costa. Además, tropecé con un impresor que me paralizó la obra en innumerables ocasiones, pues, aunque se comprometió con mi libro su inexperiencia –se dedicaba habitualmente a la confección de folletos y tarjetas de visita– me tenía el trabajo paralizado por temporadas, lo que me exasperaba pues no era lo que habíamos convenido.
Esta disputa por ver quién sacaba a la luz primero la obra, unido a algunos otros contratiempos, me tenían seriamente preocupado. Si a esto añadimos mis obligaciones en el Ayuntamiento y mis clases vespertinas en Turón, todo ello en conjunto, me estaba originando una tensión de cierto calibre que soportaba a duras penas. A tal carga emocional que me embargó durante todo el año de 1990 y los primeros meses del siguiente, achaqué, desde un principio, la causa fundamental del grave accidente del que fui víctima.
Había transcurrido casi un semestre desde aquel fatídico uno de abril cuando, auxiliado por un bastón y siguiendo los consejos del jefe de Rehabilitación, comencé una marcha diaria a partir del mediodía. Desde mi casa en Pola de Lena y siguiendo una senda paralela al río, me desplazaba hasta Villallana. En estos paseos tenía mucho tiempo para pensar. La reanudación de las clases en mi academia de Turón que había iniciado un verano de 1970, no la descartaba en ningún momento. Es que la explicación de las Matemáticas, desde el primer minuto en que tomaba contacto con los alumnos, tenía para mí un encanto indescriptible. De repente, me sumergía en un espacio singular dominado por los números complejos, la teoría de funciones, las integrales, los logaritmos y la trigonometría. Un mundo en el que el tiempo parecía detenerse. Esta pasión por la enseñanza era tan grande que no pensaba en ponerle punto final de forma definitiva, a pesar del horrible golpe sufrido, Prueba de ello es que a ruego de su padre (Tino el de Escola, un veterano del Coro Minero), cuando aún me movía con muletas, durante los meses de verano, su hijo asistiría a clase conmigo a titulo individual deplazándose desde Turón hasta mi domcilio lenense.
Pero, en aquella caminata que realizaba diariamente, entre mis pensamientos más persistentes estaba el de la causa del accidente del que había oído diversas versiones y comentarios de los que yo no suscribía ninguno Algunos me habían dicho: "Lito, tuviste mucha suerte ya que son muy pocos los que salvan en esa situación". Otros contaban que yendo por aquella recta de Figaredo, había intentado un adelantamiento temerario. Sin embargo, yo no tenía la impresión de haber realizado tal maniobra pues no me acordaba de nada. Podía ser que, en un momento dado, me hubiera dormido al volante, aunque esa teoría tampoco la tenía clara porque nunca tuve la sensación de sentir somnolencia pues, en ese caso hubiera detenido el vehículo.
Cuando habían transcurrido solo dos meses del trágico suceso y estando aún postrado en una cama del hospital vino a visitarme un chico de algo más de veinte años al que no conocía. Me dijo que era con el que había tenido la colisión. Ese día iba acompañado de su novia y se apresuró a decirme que las heridas que sufrieron, ambos, afortunadamente, fueron de bastante menos importancia que las mías. "Nosotros veníamos de Mieres –prosiguió diciendo- y tú ibas en sentido contrario. Cuando ibas a adelantar al camión te pusiste de repente frente a nosotros. Yo me tiré con la furgoneta rápidamente al arcén pues en aquella recta había espacio suficiente para cruzarse los tres en caso de una emergencia como aquella. Tú podías haber seguido por el centro y aunque hubiéramos pasado muy justos, no habría ocurrido nada. Únicamente, habríamos llevado un buen susto pero nada más. Sin embargo, tú diste un volantazo a la izquierda y fuiste directo a buscarnos a nosotros en el arcén. Fue todo muy extraño...".
Efectivamente, había sido tan raro que yo no me acordaba absolutamente de nada. Para este observador externo, yo era el responsable de lo que había sucedido, porque fue testigo de que yo adelantaba a un camión. En cambio, en aquel momento, no fui consciente de mis actos ya que mi voluntad había desaparecido. Nunca me había ocurrido nada igual y llevaba haciendo la misma ruta diaria desde hacía unos cuantos años. Mi única hipótesis -de la que tampoco estaba muy seguro- que trataba de explicar la causa del choque frontal era aquella zozobra que me producían los inconvenientes contra los que peleaba de tiempo atrás y que me impedían sacar a la luz con urgencia el libro de Solís como era mi deseo.
Llegaba el invierno y un día estando en casa de vuelta de aquel paseo matinal, descubrí en una tarima entre unos folletos turísticos que me habían regalado en el Ayuntamiento de Aller, un envase de medicamentos que reconocí al instante. Constaba de treinta cápsulas de las que quedaban solo cinco. Recuerdo que en el mes de marzo me había salido un eczema en un codo y el dermatólogo D. Fernando de la Vega que tenía su consulta en la calle ovetense de Cervantes, me había recetado una crema y unos comprimidos. Este hecho lo había olvidado por completo desde el accidente. Al leer detenidamente el prospecto comprobé la advertencia de que "había que abstenerse de conducir vehículos mecánicos pues el medicamento podía causar somnolencia". De la parte de atrás del desván de mi cerebro me llegó el recuerdo de que, efectivamente, había leído aquellas líneas pero las ignoré. por completo. Habría pensado que, por un mes de tratamiento, nada me iba a ocurrir. Además, si prescindía del automóvil no podría llegar a Turón a la hora prevista y tendría que abandonar a los veinte alumnos de bachillerato que tenía en aquel momento. Posibilidad que descartaba totalmente. Lo que no sabía era que tal error habría de influir decisivamente para que tuviera que abandonar aquellas clases casi de forma definitiva ¡Paradojas del destino!
Una última nota para concluir; siete años atrás, una de aquellas tardes, recién llegado de Oviedo, mi madre con gesto de gran preocupación me confesó: "Tú padre dice que no quiere seguir tomando el ‘Inyesprín’". Tenía que administrárselo para siempre dos veces por semana y, a tenor de la información médica, servía para mantener la fluidez del riego sanguíneo evitando así la formación de trombos. Insistí sobre ello a mi padre resultando inútil pues era difícil de convencerlo cuando había tomado una decisión. Lo cierto es que toda su vida había ignorado los medicamentos a ser posible pues recuerdo en mi infancia sus pertinaces dolores de muelas a los que no ponía remedio nunca pues prefería soportar el sufrimiento antes de tomarse una aspirina.
Ahora, pasada la primera crisis cardiovascular y tomando el medicamento prescrito durante unos meses, se sintió tan bien de salud que un día decidió prescindir de aquella ingesta. Pero esta vez el resultado fue fatal: diez semanas más tarde de suspender el tratamiento, un nuevo ataque de trombosis ya lo dejó postrado durante los años siguientes hasta su fallecimiento en 2001. Muchas veces he pensado sobre la semejanza de ambos comportamientos en estos episodios: el de mi padre y el mío. En mi caso, la obstinación en no interrumpir las clases por mi amor a las Matemáticas y en lo que se refiere a mi padre, el empecinamiento en suspender la dosis prescrita por la "aversión" que siempre tuvo a los medicamentos. Otro caso similar fue el de Zurrón, un hostelero de La Veguina en los años cincuenta, debido a una dolencia cardíaca, por prescripción facultativa, debía de olvidarse de la conducción de su vehículo. Hizo caso omiso y un día, regresando de Mieres del Camino, encontró la muerte en Santullano al precipitarse con su automóvil por un terraplén que desembocaba en la antigua vía del ferrocarril Vasco-Asturiano.
Hay un cierto paralelismo entre todas estas conductas equivocadas pues en ningún instante acertamos a ver el mensaje subliminal que estábamos recibiendo ¿Es el destino? ¿Está todo escrito sobre nuestra existencia? Una cosa tengo muy clara y es el siguiente consejo que les transmito: por favor, hagan caso siempre a lo que nos dice el facultativo. Por algo y para algo ha obtenido la licenciatura de Medicina. También, y con eso termino, lean con detenimiento el prospecto que acompaña a los medicamentos. Estos "descuidos" ocasionaron la desaparición de Zurrón, aceleraron la enfermedad de mi padre y a mí estuvieron a punto de llevarme para el otro mundo.
Suscríbete para seguir leyendo
- Están vulnerando los derechos de mi hijo': el lamento en verano de una madre de un niño gran dependiente en Mieres
- El ambicioso plan urbanístico de Mieres: el futuro de la ciudad pasa por soterrar 1,3 kilómetros de la autovía y crear un gran parque lineal
- La superviviente de la explosión de gas de La Villa (Mieres) cuenta su calvario: 'Abrí el grifo, hubo una explosión y vi venir hacia mí una gran bola de fuego
- Satisfacción en Mieres ante un plan urbano 'pensado a lo grande': 'pero no hay que olvidar lo importante
- Langreo ofrece sus terrenos industriales a inversores chinos: 'Traen aires nuevos
- La apertura del soterramiento de Langreo duplica los viajeros en un mes desde su puesta en funcionamiento
- Orlé, a la espera de una resolución histórica para recuperar su nombre
- Julio García, Alcalde de Laviana: 'Nuestro objetivo es que en Laviana la gente viva bien, con calidad de vida, desde los mayores a los niños; con servicios y equipamientos adecuados