Opinión | Necrológica

En la muerte de Ramón Álvarez, "Moni"

Sama llora la pérdida de un vecino que deja honda huella por su sabiduría y generosidad

No arrima La Carbonera del Parque Dorado de Sama de Langreo piedras de carbón a la cesta sino lágrimas, lágrimas enormes por parte de todos los que le conocimos y tratamos, lágrimas blancas y no negras por la reciente desaparición de Ramón Álvarez García, "Moni" para todos los langreanos, sabio en zapatillas, luz de libros y laboratorio, un caballero sin el menor roto, partidario de la felicidad y de la familia como la mejor ciencia posible donde nada humano le era ajeno.

Conocí a Moni desde niño, hasta los ochenta años donde ahora termina su camino, y su sombra todavía por estas tierras levanta una copa de buen vino albariño o un culín de sidra por la prosperidad del año nuevo que comienza. Moni gastaba melena de calvo y formas lentas, lo que no le impidió ser un veterano jugador de tenis con su sobrino en las instalaciones de La Montera. Moni contrajo matrimonio, ya maduro, con un completo ángel (Adelina, prima de mi madre) que regentó hasta hace poco la Farmacia Internacional de Sama. Por ahí llora de pena la risa en cascada y tobogán de Tino, la inteligencia y prudencia europea de Javier, la alegría rizosa de Milagros, una gruta entera de los tesoros.

Por dicha farmacia también pululaba –cabellera de león blanco, corbata dura, sonrisa abierta- mi abuelo Aquilino, recadero en los años gozosos de la jubilación, tras una vida dedicada a la mina y haber culminado su carrera en la gloriosa Brigada de Salvamento, mientras su mujer (Inisida) regentaba el chigre familiar en la calle la Nalona (frente al Grillu, sí, junto al Garaje Sol). Moni, digo, era la discreción, la humildad y un sibaritismo de buen mantel y mejores caldos alejado de cualquier trompetería fatua, histrionismo mediocre, aspaviento súbito. Emparentó con la hija (farmacéutica) de Autobuses de Langreo, larga lista de hermanos brillantes presidida por una matriarca excepcional (Florentina Uribelarrea) a quien la Guerra Civil arrancó lo que más quería, para tiempo después hacer lo mismo el tiempo con su marido.

Moni, Ramón Álvarez García, enraizado en el célebre Casa Molaza, físico de formación, entró en la CECA, y sus conferencias por medio mundo y en varias lenguas explicaron a todos las minucias y cuitas del legendario mineral asturiano (la minucia, siempre la minucia, como quería Miró, crucial en la vida de todo estudioso artesano). Uno cierra los ojos, y ve a Moni, mientras aprende lento el mayor mensaje posible: todas las palabras encierran una trampa, el conocimiento es silencioso y gratificante, labor callada y honda propia del hombre sabio y generoso cuya ventura no es medirse con otros hombres sino ocuparse de los asuntos, como tanto explicó Rafael Sánchez Ferlosio. No hay duda: los mejores se borran a sí mismos en su trabajo diario.

Su amigo eterno, amistad por encima de los relojes derretidos y los horizontes doblados, Abelardo Canga Zapico, no se ha movido un paso de su cama hospitalaria hasta el último estertor. Escribía, sin titubeos ni borrones, Miguel de Cervantes: "De amistades que son ciertas nadie las puede turbar". Moni, ajeno a cualquier foco social o vanidad cotizada, conocía los mejores restaurantes de España, cuando el gastrónomo bien entendido solo busca dar y no recibir, así todo lo que no se da se pierde, dijo la santa, y la casa de Lúculo es la de los amigos y familiares que a nuestro viaje acuden prestos. Sus dos hijos farmacéuticos, Ramón en Alemania y Ana en Madrid, son las alas con las que la familia herida toca ya el cielo del porvenir. El dios del lugar, la hoguera silente, suspira por el árbol caído que supo enraizarse para solo crecer a lo alto. Parpadea una vela en el bar el Alba, en el actual Molaza, en el antiguo pub AJ, y en nuestra memoria rasgada al caernos los párpados de mármol tan rápido. n

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