Opinión | Dando la lata

Alquiler

Mis padres se casaron y alquilaron una vivienda. Nos movimos por media España de alquiler en alquiler en un tiempo en que era una vía habitual para fundar un hogar. Los precios eran razonables -ajustados a lo que se ganaba-, unos no buscaban hacerse ricos ni otros disfrutar de una casa por la cara, se establecía una relación de cierta confianza y de intereses compartidos entre casero e inquilino y si surgían problemas podían resolverse con rapidez. También hay que recordar que eran tiempos en que la palabra, el acuerdo, darse la mano y unas firmas aún tenían valor.

Era un sistema que funcionaba bastante bien hasta que a mediados de los años 80 Boyer metió mano por aquello de liberalizar el tema. Y como todo lo que se liberalizó en este país, las rentas se encarecieron, la duración de los contratos se acortó y la conflictividad aumentó, lo que empujó a la población hacia la compra de viviendas que, por su parte, fue hinchando el globo inmobiliario y frenando la movilidad de los españoles, anclados al ladrillo gracias a las hipotecas.

Como también sucedió con la educación, cada gobierno quiso dejar su impronta, logrando fastidiar algo que funcionaba razonablemente bien. La calidad educativa fue cayendo y el alquiler de viviendas quedó como algo marginal y poco ventajoso.

Hoy, con un país plagado de promociones inmobiliarias abandonadas, esqueletos urbanísticos que testimonian la estupidez y la infinita avaricia, resulta que faltan viviendas, hay pocos alquileres y están por las nubes. Vaya, qué mala suerte.

Se fomentó que la gente adquiriera en vez de arrendar, se empujó a los españoles a amontonarse en ciudades, dejando vacía la mayor parte del territorio y ahora nos vienen con éstas. Y, para redondear el disparate, hoy te pueden ocupar el piso, destrozarte la casa, dejar de pagar, y hay que soportarlo con resignación y conciencia solidaria. Es más, incluso están abriendo la posibilidad de expropiación de tu propiedad por falta de uso. Lo que sea menester con tal de no aplicar el sentido común.

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