Opinión | dando la lata

Lo que fuimos

Lo malo del despacho es que te obliga a mantener el culo pegado a la silla hora tras hora, día tras día. Si no te mueves acabas anquilosado. Entonces, al final de la jornada, procuro dar una vuelta por el pueblo a paso ligero, recorriendo las calles ya oscuras y vacías a esas horas. Además, el paseo en las noches despejadas de invierno a veces permite contemplar el cielo totalmente estrellado sin necesidad de alejarse del centro urbano y disfrutar sintiendo el frío seco en la cara, como en Saldaña.

Volviendo a casa escuché una voz conocida procedente de un portal de la calle La Vega. "Con lo que fuimos, con la vida que había todos los días y mira cómo estamos ahora"- me dijo. La verdad es que, salvo los pocos clientes de última hora en el supermercado, nadie más a la vista. Bares huecos, la calle desierta y el chino que siempre está abierto. Sensación de soledad.

Nada volverá a ser igual que en aquella época. Ni parecido. El final de la fiebre del oro dejó en el Oeste norteamericano un reguero de pueblos fantasmas que jamás recuperaron su antiguo esplendor. Aquí la fiebre minera e industrial alteró dramáticamente la forma de vida y las costumbres. Había dinero. Y se gastaba. Cuando en la mayor parte de España, y más fuera de las ciudades principales, se sobrevivía, se ahorraba, se llevaba una existencia austera, aquí los sueldos se lucían y muchos vivieron como si cada día fuera el último, un pensamiento que en el mundo minero no carecía de fundamento y que contagió al resto de la población. Montones de bares y sidrerías llenos, salas de baile del mejor nivel, comercio digno de las capitales, trenes que no pasaban de largo y el doble de habitantes que hoy.

Así fuimos. Sin embargo, pese a todo, aún queda algo de vida, mediodías de domingo de terrazas atestadas y calles que se animan con el buen tiempo. Porque los resistentes se niegan a encerrarse en casa.

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