Opinión | Velando el fuego
Y además, sangran
El tratamiento que la historiografía ha dado a las mujeres
Días pasados leí en este diario una entrevista que le hicieron a Paz Pérez Encinas que, entre otros lugares, ha sido profesora de Filosofía en Murcia, Segovia…y también en Asturias (Bernaldo de Quirós en Mieres y el Aramo en Oviedo). Tras su retiro, puso en marcha la asociación "Filósofas en la Historia", cuya finalidad es trabajar en la recuperación e inclusión de pensadoras en el currículum escolar.
En una de las partes de la entrevista hace mención a las mujeres que al estar silenciadas no formaron parte del canon y que, por lo mismo, sus ideas no son conocidas; pero que, sin embargo, "han estado", "crearon obra" (Aspasia fue maestra de Sócrates). El problema, como dice, es que llegó un momento en el que la historiografía apartó deliberadamente a las mujeres, dejándolas reducidas al ámbito doméstico, ya que la esfera pública pertenecía —en muchos casos continúa siendo así— a los varones (basta con echar una mirada, entre tantas otras ojeadas que se podrían citar, al silencio que envuelve a las mujeres en Afganistán).
Desde hace tiempo estoy tomando nota de la escasez, cuando no de la ausencia flagrante, según las épocas, de mujeres en la historia de la música. Más en concreto, mi interés está centrado en la música clásica, óperas sobre todo, con la intención de construir un corpus que funcione a modo de un artefacto poético. Tareas de cuidados y abundancia de prejuicios las fueron insensibilizando a lo largo de la historia. Y cuando aparecían, su identidad se disfrazaba con pseudónimos masculinos o con autores anónimos. Cierto es que en la actualidad la situación ha cambiado en parte, y que a pesar de tantos inconvenientes ha habido varias mujeres notables que han dejado su huella en la composición musical clásica, mas su recorrido no fue fácil, precisamente. En mi libreta de apuntes, convertida ya en un boceto de poemario, figuran algunas pioneras, como la catalana Lluisa Casagemas, primera mujer conocida en nuestro país por componer una ópera o la madrileña María Rodrigo, que lo fue por haber estrenado aquí la primera ópera de la que se tienen noticias.
Varios han sido los inconvenientes a los que se han tenido que enfrentar, y lo siguen haciendo, tantas mujeres, lo mismo en su actividad cultural como en cualquier otra, entre los que sobresale el agujero negro del machismo, cuya elevada concentración genera un campo gravitatorio extremadamente peligroso. Una colección de protones, neutrones y electrones cuyas consecuencias (mortales en muchos casos) están a la vista, a poco que no salgamos a la calle o nos asomemos a las noticias con una venda en los ojos. Astrónomos y físicos lo explican sobradamente: "Nada que caiga en un agujero negro puede volver a salir, al menos en su forma original" De lo que, por desgracia, pueden dar fe tantas mujeres a diario.
Días pasados, en una retrospectiva sobre diferentes temas, embutidos todos ellos en el rancio perfume de la poca franquista, uno de los intervinientes nos confesó algo que nos hizo mirarnos a todos, no tanto con un deje de sorpresa como con una llamarada de estupor. Se remontó a los tiempos en los que de joven, o muy joven, por decirlo así (los 13 o 14 años son apenas el preámbulo para iniciar los ritos juveniles), había asistido a unos ejercicios espirituales. En uno de los momentos de la charla, el cura que ejercía de oficiante aludió al sexo femenino con unas palabras rotundas a la vez que cargadas de efluvios malévolos y sañudos en toda su intensidad: "Las mujeres son malas, muy malas –repitió–. Y además sangran". Tras escuchar la frase, los allí presentes volvimos a mirarnos. Si bien, quedaba claro que sobraban las palabras.
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