Opinión

Una cuestión de dignidad

En la controvertida polémica surgida días atrás sobre si el salario mínimo interprofesional debe tributar o no se ha desvelado otro aspecto de la que me parece significativo. El salario mínimo en España es ahora de 1.184 euros en catorce pagas, lo que supone en total un incremento del 61% respecto al vigente en 2018: una subida considerable.

La vicepresidenta primera y ministra de Hacienda, María Jesús Montero, ha valorado que, tras la subida aplicada, el salario mínimo es "un sueldo digno" para las familias que tienen más necesidades. Y, al no tratarse ya de una renta de mera subsistencia, le parece justo equiparar a sus preceptores tanto en derechos como en deberes.

Sin entrar en otras consideraciones, llama la atención que se considere digno ese salario. Siguiendo este criterio, el de Luxemburgo, que asciende a 2.600 euros mensuales, sería dos veces más digno que el de España. Y en el otro extremo se consideraría indigno el salario mínimo de Bulgaria, que no supera los 550 euros.

No hay duda de que la "dignidad" salarial depende de circunstancias y variables de muy diversa índole. Por tanto, resulta muy difícil de cuantificar. Y con frecuencia no se corresponde la situación económica de un país con el bajo nivel de vida de buena parte de su población.

En tal sentido, el presidente Pedro Sánchez se ufana de que la economía española funcione como un cohete. Sin embargo, más allá de los fríos datos macroeconómicos, de las grandes cifras, existe una realidad más compleja, menos triunfalista, en la que la velocidad de los cohetes contrasta con la lentitud de los avances sociales. Una realidad en la que casi siempre se obvia el concreto mundo de los humanos de carne y hueso, con sus expectativas, proyectos, carencias y miserias.

En 2020, un relator especial de la ONU fue invitado por el Gobierno español para que hiciera un informe sobre la pobreza y los derechos humanos. Después de visitar seis comunidades autónomas, el relator denunció que había visto en muchos hogares el rostro agobiado de los que luchan diariamente por sobrevivir. Y que los derechos sociales "rara vez se toman en serio, pese a ser invocados a menudo en los discursos de los políticos".

Y en el último informe del Instituto de Nacional de Estadística más del 25% de la población española está en riesgo de pobreza o de exclusión social, situándose España entre los tres o cuatro países de la Unión Europea con mayor tasa de pobreza.

Por otra parte, en los últimos tiempos se han manifestado diferentes instituciones y organismos nacionales e internacionales sobre la necesidad de establecer un salario digno, justo, decente. 

Así, en el artículo 35 de nuestra Constitución Española se dice que "todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo, a la libre elección de profesión u oficio, a la promoción a través del trabajo y a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia, sin que en ningún caso puede hacerse discriminación por razón de sexo".

Y según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), un salario decente es esencial para el bienestar de las personas, porque facilita el progreso social y económico y fortalece las familias y comunidades.

De todas formas, las proclamas sobre el derecho a un salario justo y a una vida digna solo cobran sentido cuando adquieren un contenido político real. Al mismo tiempo, la defensa de esos derechos formalmente reconocidos requiere siempre la participan activa de sus poseedores. Y sobre todo se necesitaría un sistema económico más justo para su efectiva aplicación: casi una utopía en las actuales circunstancias políticas.

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