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Opinión

Contagios

Se asienta el otoño y volvemos a los resfriados, las mormeras y las toses. Y el covid, que nunca se fue y que siguió circulando durante el verano (aunque haya dejado de ser noticia), ahora intensifica su propagación. Qué rápido olvidamos lo sucedido durante la pandemia y, en general, recuperamos la vieja costumbre de compartir los virus. Nos hemos visto obligados a pegar una nota de aviso en el contenedor que hace de punto de encuentro de nuestra tertulia para rogar a los miembros que se pongan una mascarilla en cuanto se noten un poco raros, con la garganta picajosa, la nariz suelta o el cuerpo respigado. Es una medida elemental para contener la expansión de los virus propios de la época, además de una muestra de respeto al resto de la comunidad.

De nada sirve andar por ahí quejándose, qué trancazo tengo, me pasé la noche tosiendo, estoy muerta de frío, si no ponemos de nuestra parte para evitar los contagios. Y eso, que parecía haber quedado claro con la pandemia, se nos olvidó. En la cola del supermercado escucho a dos o tres que respiran como el bulldog, surniando, como se dijo siempre en casa de mi madre. Giro la cabeza y ninguno de ellos lleva mascarilla. La pobre cajera tose y estornuda porque ya cayó contagiada por la clientela y tampoco se cubre la nariz y la boca. Como en los viejos tiempos. O sea, que irremediablemente pillaremos el catarro, la gripe, el covid, la cagalera vírica y todo lo que ande suelto por aquí porque no haremos nada para impedirlo.

Nuestro delegado de educación dice que se niega a usar mascarilla. "Si me contagian, yo sigo la cadena" -afirma el insensato. Cuentan que en sus tiempos fue un maestro de lo más cabronazo. Y lo justifica en que como alumno se lo hicieron pasar mal en la escuela y él no estaba dispuesto a ser menos. Y el muy desgraciado se vengó en la siguiente generación. "Se fusila poco" -me susurra al oído el gerente.

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