La casa de los encuentros Martin Amis En , renuncia al limón en favor del café negro y sin azúcar: sustituye la ironía ácida a la que nos tiene acostumbrados por una amargura abatida.

La voz desesperanzada la pone un viejo narrador anónimo que realiza un último viaje a su Rusia natal para morir. Ha dejado, en los Estados Unidos, una joven hijastra para la que escribe unas memorias autoinculpatorias, informándola de la vida miserable, tanto física como moralmente, que llevó, tiempo atrás, en Europa antes de convertirse, de manera nada ética, en un adinerado hombre de negocios. La novela es, pues, una larga confesión de alguien que quizá pretende librar su conciencia de lastre al final de la vida, alguien que ha sido víctima de una época y una sociedad (la era soviética), pero no por ello inocente.

La culpabilidad de nuestro protagonista es de dos órdenes, que tienen relación con la dualidad de la novela. Por una parte, es reo de las depravaciones cometidas luchando en la Segunda Guerra Mundial (en particular, de muchas violaciones) y, también, durante su larga estancia posterior en un campo de trabajo siberiano, en el que sobrevivió gracias a la brutalidad; por otra, se ha portado vilmente en un particular triángulo amoroso, en el que los otros dos vértices fueron su hermano Lev (su antítesis: pacifista y sensible) y la hermosa mujer con la que éste se casó, Zoya.

Parece que la intención de Amis era que este conflicto, la relación sentimental entre los tres personajes, fuese el motor del relato («No es plato de buen gusto desear a la mujer de tu hermano. Y desearla tan desesperadamente.», p. 240: aunque esté hacia el, suena a arranque tolstoiano). De hecho, a lo largo de toda la obra esperamos ver cumplida la promesa de una revelación trascendental en forma de una carta del difunto Lev que el narrador conserva desde hace años sin abrir y se tiene prometida como lectura previa a la hora de la muerte. No obstante, este drama amoroso-familiar, que se va desvelando poco a poco, tras haber sido anunciado como de dimensiones bíblicas ("[?] las dimensiones pasmosas de mi crimen [?]", p. 221), no parece tan extraordinario, posiblemente porque todo lo precedente sí lo es. Quiere decirse que el extenso episodio del gulag, en el que coinciden los dos hermanos, empequeñece el resto de la novela; y, como la parte del gulag supone la primera mitad, la segunda se hace más floja, amén de más atropellada después de disfrutar/padecer los horribles detalles de la vida en el campo de esclavos. Amis disponía de toda la información sobre el tema. Hace apenas seis años, publicó «Koba el temible», mezcla de autobiografía y ensayo histórico en el que abrumaba al lector con sus amplios conocimientos sobre la brutalidad estalinista. Es un recurso infalible para un relato, y Amis, sabiamente, lo aprovecha. Por otra parte, encaja a la perfección con la querencia que el autor siente hacia lo truculento; léase, por ejemplo, la vívida descripción de la «cultura» urka («subgrupo social de criminales hereditarios») desperdigada por varias páginas, como la 147: "[?] las autoamputaciones, el autocanibalismo, la autocastración [?]".

La casa de los encuentros Esta notable documentación sobre la Rusia soviética vuelve a Amis un tanto atrevido y lo anima a salpicar de frases lapidarias y fatalistas sobre «el alma rusa», del tipo: «Todas las cuestiones de la teodicea sencillamente desaparecen? siempre que Dios sea ruso.», (p. 98); "[?] las arrugas del dolor propias de todos los rusos, que le acentuaban el empuje de la mandíbula.», (p. 187); «En el pasado, innúmeras veces, como todo varón ruso, me había visto solicitando a una mujer a todas luces ebria hasta el desvalimiento.», (p. 204), etcétera. Estas sentencias esencialistas, ya de por sí resbaladizas cuando tratamos de compatriotas, ¿cuánto no lo serán en otro caso?

La casa de los encuentros En el debe de incluimos también el exceso final de confesiones. La carta de Lev, por fin abierta, es una confesión dentro de otra confesión (¿un juego de muñecas rusas así pretendido por Amis?), que nos deja hastiados de tanta primera persona y tanto corazón abierto. Por el contrario, en el haber de este gran novelista está su magnífica prosa, siempre regalándonos sorpresas, hallazgos de imágenes literarias que se imponen a las debilidades del relato (en otras manos, el escaso material narrativo de esta novela podría haber dado en algo pantanoso), siempre animando a la lectura. Cosas como el vigoroso inicio de la cuarta parte (ps. 213 y ss.), que describe la actividad de un grupo de perros asilvestrados que aterroriza una localidad siberiana, o como esta magnífica descripción del frío en el gulag polar de la página 20: «[?] las lágrimas se te hielan al momento, y hasta las obscenidades se vuelven gotitas de hielo y caen con un tintineo a tus pies».