El testigo Juan Villoro Jorge Volpi Rodrigo Fresán Alberto Fuguet El testigo El disparo de argón La casa pierde Efectos personales Dios es redondo Desde que, no sin previo aviso, se descolgara con la tremenda novela que es , ganadora del «Herralde» en 2004, el mexicano (1956) se afianzó como referencia obligada del panorama narrativo en castellano; sobre todo, de esa nómina de los escritores últimos que, comoquiera, siguen siendo considerados promesas mientras van dejando de ser tan últimos y dejan atrás, como Villoro, la cuarentena: «jóvenes» hispanoamericanos como , o . El error, sin duda, está en el etiquetado; ya que no sólo , sino otra novela como la metáfora nacional , los cuentos de o los agudos y sólidos ensayos de o , curiosidad para los amantes y los pacientes del fútbol, bastan para exonerar de cualquier necesidad de confirmación.

Los culpables Con los cuentos de , la narrativa de Villoro consolida una tendencia que quizás escape al cuidado de su autor, pero que se manifiesta al lector que lo haya seguido con un poco de constancia: es el progresivo apagamiento del marco conceptual, en historias que ahora van desliándose como por la necesidad o el mero gusto de contar su asombro. Villoro ha conseguido ocultar, sin retirarlo, ese andamio temático que importa mucho a los filólogos y poco al primer lector. Eso no quiere decir que ese bastidor no esté ahí; al contrario, estos siete cuentos vuelven a ser reflexiones sobre los temas obsesivos del autor: el orden y el caos, la identidad mexicana -que falta a la nación donde sobra al individuo-, la recursividad del tiempo, y el tiempo como experiencia. Pero ahora el lector querrá suspender toda consideración hasta haber acabado la urgente línea de los hechos. La más libre imaginación es, así, la mejor fábrica de realidad, a la vez que los conflictos que convoca la acción son dramáticamente elocuentes y surgen en la propia lectura, no a la par.

El testigo Estas siete historias tratan sobre un aspecto ya central en : la culpa. Si entonces era la culpa que podía sentir un testigo por el simple hecho de serlo, aquí se trata de personajes que, sabiéndose culpables, quieren liberarse o justificarse con la confesión. El reto del autor ha sido crear siete narradores accidentales, ajenos a cualquier profesión de estilo, y conseguir con eso sendos cortes de narración genuina: la de la instantánea expresividad que brota, como ve George Steiner, de toda persona acorralada. Así la del famoso mariachi sin vocación, icono de la mexicanidad que, huyendo de la alienante pose de macho llorón, se reinventa en el cine de autor europeo; o la del viajante que vive cada retraso en sus conexiones aéreas como una huida posible, en «Patrón de espera». No faltaba una historia de fútbol, como «El silbido», donde el autogol sirve para la expiación. En «Los culpables», dos hermanos -doble invertido de los Karamázov- buscan desesperadamente una culpa que asumir, como supuesta llave del arte. «El crepúsculo maya» recorre la secuela de un viaje iniciático por el sur mexicano. Las mejores son las dos últimas historias, verdaderos compendios del arte villoriana: el collage, la estructura y el sentido en pugnaz fuga, la resignificación de lo post-pop. Como dice uno de los personajes de «Orden suspendido», un pintor abstracto en busca del sinsentido total, aquél que ni siquiera se ordene como tal sinsentido: «Quería hacer manchas-manchas, que no pudieran ser otra cosa. No manchas-araña o manchas-geografía» (pág. 98). Es en esta utópica conquista narrativa donde «Amigos mexicanos» se desenvuelve como un relato que, al igual que su protagonista, lucha contra los viejos significados compartidos. Fracasará, pero en el camino hemos entrevisto la puerta hacia los signos vírgenes, donde la narración aún avanza sola un paso por delante de su lectura.

Por todo esto, y al hilo de este gran libro de cuentos, un último capricho villoriano que prometo cumplir y recomiendo por ahora a ciegas: su literatura para niños, protagonizada por el extraño Profesor Ziper. Según ha dicho su autor, el género le ha devuelto a esa precisa magia del narrar puro, donde los moldes conceptuales se suspenden o ignoran, quizá, y las historias se reencuentran con su propia elocuencia.

Ésta es la historia de una mujer cuyo atractivo se convierte en condena. Una mujer bella e inteligente, cuyo rostro parece esquivar el paso del tiempo: «Una extranjera entre las mujeres de su edad». Esta belleza provoca en los hombres una especie de encantamiento que les conduce a un estado hipnótico en el que tan sólo existe lugar para ella, Isabel. Para conseguir su objeto de deseo ninguno de ellos dudará en mentir, elaborar todo tipo de tácticas y estratagemas o asesinar incluso. Todo por atrapar a esta mujer cuya belleza parece incomodar e instigar al delito a todo aquel que se cruza en su camino. Isabel ha de pagar un precio demasiado alto por su ostentosa naturaleza: lo que ella apenas intuye como piel que recubre el cuerpo para los demás se convierte en amenaza. Su marido, Eugenio Turacci, transforma su impotencia en golpes, para así domesticar la belleza salvaje que esta mujer parece ofrecer sin pudor alguno: «Eugenio no encontraba otro modo de superar la impresión que la belleza de su mujer ejercía sobre él más que moliéndola a golpes». Los hombres consideran especialmente peligrosas a algunas hembras cuya docilidad se les resiste: «Turacci lo sabía: por eso le pegaba con más tranquilidad. Estaba convencido de que el resto de los hombres viriles de la Tierra reconocerían que a una mujer con ese cuerpo despiadado sólo se la podía mantener a golpes, con rigor y violencia. Como se doma a una yegua salvaje».

Marcelo Birmajer nos relata aquí la historia de una mujer que en realidad es la historia de todas las mujeres, del dominio que ejerce el hombre, en ocasiones, por puro desconcierto o temor, y del rol en el que el macho (y también el mundo) ha situado a la hembra elegida. Birmajer escribe con soltura, y con crudeza también, un relato que por su manera de narrar nos resulta cercano, no del todo desconocido, al menos. La ironía y el humor dejan en el lector un sabor agridulce; el caos y el absurdo creados por la desesperación de estos hombres hacia esta mujer nos conducen, sin embargo, a una realidad bien conocida por todos, perfectamente definida, clara y muy lúcida («Era un vago, un malandrín y un tipo violento en general: ¿cómo mantendría a su lado a una esposa si no era a golpes?») Birmajer disecciona la psicología masculina y denuncia la debilidad que, a veces, esconde la violencia, los pensamientos más íntimos y descabellados de algunos hombres: «A diferencia de las yeguas, que un día aprenden a obedecer, las mujeres de la especie de Isabel, pensaba Turacci, precisaban de un adiestramiento continuo, infatigable». He aquí la realidad que inunda los periódicos: «A todas sus mujeres les había pegado, muy pocas se habían ido y todas habían vuelto. Sólo había matado a una, y no había pasado nada, nadie se había enterado». El hombre sigue poniendo en práctica el poder ejercido durante años, su rol de macho dominante. Isabel ha de pagar por su belleza («La soberbia involuntaria de la belleza») y su carácter «indómito», él, sin embargo, goza de impunidad ante cualquier hecho o atrocidad cometida («Llegó a decirle que le pegaba para "mantenerla en forma"»).

Marcelo Birmajer rescata, pese a todo, la intuición femenina, su sabiduría, los valores que pese a los golpes sobreviven en cualquier mujer: «Su belleza constante, su intenso atractivo, le otorgaba una sabiduría intuitiva. Como si ese lacerante impacto femenino en el mundo cavara su propia profundidad. El hecho de que los hombres se inclinaran ante ella, que hicieran planes, que trabajaran o lo abandonaran todo por su sola cercanía, le había dado una visión penetrante, un catalejo o un punto de vista que la aproximaba más a la verdad». Uno de los hombres que sufren dicho impacto, resume así sus sentimientos: «Si existiera algún tipo de vestimenta para los labios, habría que tapárselos».

Birmajer nos ofrece una historia cuya aparente sencillez esconde una profunda complejidad, pues ésta no es sólo la historia de una mujer sino de todas las mujeres y hombres del mundo, de los distintos roles adquiridos por ambos y de la irracionalidad que todo sentimiento surgido entre los dos provoca de forma inmediata. Se trata del aprendizaje de una convivencia en la que ni la mujer ni el hombre aún han encontrado su lugar y el desconcierto que esto les produce: «No viajamos hacia el futuro, sino hacia el pasado. Venimos de la nada, y volvemos hacia ella. El tiempo es el modo de volver a nuestro origen».

Finalmente un hombre se acerca a Isabel y le revela el secreto: «Usted no necesita volver para llegar, ni envejecer para saber la verdad». Y es esa verdad la que ningún golpe podrá borrar nunca, donde se esconde lo que tantos ven como amenaza.