«Yo nací en México, pero mi madre era asturiana. Volvió a España cuando yo tenía 6 años. Trabajaba de cocinera en Cuernavaca. A veces no tenía más remedio que llevarme con ella y dejarme por allí, trasteando en un rincón. Recuerdo bien el último verano. A mi madre la contrataron temporalmente en una casa que habían alquilado unos franceses. Era un chalet inmenso con algo de castillo de cuento de hadas, o eso me parece a mí en el recuerdo. Estaba lleno de patios, de pasillos inacabables, de terrazas diminutas o inmensas, de negros recovecos y salas luminosas. Había también retratos de antepasados, que a mí me daban mucho miedo, e incluso armaduras, que en cualquier momento parecía que iban a ponerse a andar con ruido de metales. Yo tenía prohibido salir de la cocina y las habitaciones de los criados, en el sótano, pero me escapaba en cuanto podía. A escondidas, como un duendecillo, lo recorría todo, procurando que no me vieran. Recuerdo que una vez hubo una fiesta y la gente se bañaba desnuda en la piscina y todo era alegría y yo deambulaba por allí, sin preocuparme de que me vieran. Y si me vieron estaban tan absortos en su felicidad que no me hicieron ningún caso. Yo tenía 6 años y me había enamorado. En bikini, recostada sobre un balcón, reflejada en el agua de la piscina, con la rubia melena sobre la espalda, tostada por el sol... Nunca había visto nada tan hermoso. Nunca volvería a ver nada tan hermoso. Por una puerta entreabierta la contemplaba, como otras veces, mientras se cambiaba de ropa. De pronto un tipo viejo, con cara de boxeador, me cogió por una oreja: «Te gusta, ¿eh? ¿Y a quién no?" Yo me asusté y me puse a llorar. Apareció más gente, los invitados hicieron un corro en torno mío. Mi madre subió de la cocina y me arreó un cachete: "¿Qué haces aquí molestando a estos señores? ¿No te dije que no te movieras?" Y entonces ocurrió el milagro. La princesa se acercó hasta mí y me consoló y al abrazarme puso mi cabeza entre sus pechos, que eran perfumados y suaves como un melocotón. Mi madre no volvió a llevarme al trabajo, me dejó con una vecina, dijo que no quería que por mi culpa la echaran y nos quedáramos sin comer. Luego volvimos a España, ya le dije, y aquella princesa merovingia se vino conmigo en mis sueños y me acompañó durante la adolescencia en mil y una fantasías. Y un día, tiempo después, como una fantasía más, la volví a encontrar. Fue en el cine. Y ella se llamaba -sólo entonces supe su nombre- Brigitte Bardot. ¿Y sabe usted quién era aquel tipejo hosco y sordo que me tiró de las orejas? Pues nada menos que Luis Buñuel. Su hijo trabajaba como ayudante de dirección de Louis Malle, que por entonces, a mediados de los sesenta, rodaba en México "Viva María"».

Pocas cosas se pueden comprar por 50 céntimos. Pero algunas de ellas no tienen precio, como un negro café en el Chave d'Ouro, en la Praça da Sé, en Bragança, mientras la lluvia cae tras las vidrieras y lo empapa todo de lusa melancolía, o un libro en el mercadillo del Campillín. Lo abro: «Por razones oscuras -aunque quizá triviales- me atraen los libros que reúnen cosas diversas: ensayos breves, diálogos, aforismos, reflexiones sobre un autor, confesiones inesperadas, el borrador de un poema, una broma o la explicación apasionada de una preferencia». Como marca páginas, encuentro un billete de tren de Oviedo a Barcelona. El viaje fue un 11 de diciembre de 1980, y yo me imagino al anónimo viajero entreteniendo las interminables horas con este «Manual del distraído», de Alejandro Rossi.

Enséñame a obedecer las reglas del juego y a ser desobediente en todo lo demás.

Enséñame a reír y llorar en público y a llorar y reír en privado.

Enséñame a no callar ninguna alabanza y a callar algún reproche.

Enséñame a ser un animal bien educado que se aleja para sufrir en silencio.

Enséñame a perder de vez en cuando los papeles.

Enséñame a no tener razón, aunque la tenga.

Enséñame a aceptar sin humillación los regalos a los que no puedo corresponder.

Enséñame a envejecer sin rabia ni rencor.

Enséñame a perdonar a los que he ofendido.

Enséñame a dudar de las certezas.

Enséñame a pedir la Luna y a agradecer el aire que respiro.

Enséñame todo lo que no puede ser enseñado.

Solitario, sentado en un taburete frente al ventanal, con un café en la mano, miro pasar la gente. Hace cien años, en esta misma esquina de la calle Peligros -hermoso nombre- había otro café, el Fornos. Pocos personajes de finales del XIX y principios del XX no se han detenido a descansar un rato en sus divanes, no se han visto reflejados en sus espejos. Con sus salones y sus gabinetes, sus pinturas y sus dorados palaciegos, yo me lo imagino un poco a la manera del napolitano Gambrinus. En Fornos entró un día un joven guatemalteco, recién llegado de París, con su novia francesa, Alice, birlada a un compañero. Y causó un motín que pudo acabar de mala manera. Cometió algo tan inconcebible como darle un beso. ¡Besar en público a una mujer! ¿Pero qué se ha creído? ¡Eso es una provocación!, rugieron los serios caballeros que llenaban el local. Claro que allí entraban mujeres, pero jamás señoras decentes, y las juergas con ellas tenían lugar en discretos reservados. Ahora, en un claro rincón de este luminoso Starbucks, se besan dos jovencísimos Cástor y Pólux sin llamar la atención de nadie, y yo miro -a través de la vidriera- el animado multicolor ballet de la calle Alcalá, con sus aparatosos edificios coronados de cuadrigas, sintiéndome a la vez en Madrid y en Nueva York, en las amarillentas páginas de Fornos y en las de un libro todavía por escribir.

Hoy es el Día del Libro y, para distinguirlo de los otros días, no compro ningún libro. Hace tiempo que el libro que más me fascina es el libro del mundo, ese gran libro ilustrado con infinidad de paisajes y de personajes que se despliega cotidianamente ante nosotros y que va desapareciendo por el escotillón del olvido para reaparecer en cualquier biblioteca.

Soy el hombre más rutinario del mundo, lo he dicho cien veces y lo repito una vez más. Los miércoles a las cinco tengo clase y luego, a las siete, tertulia. Ayer cambié de escenario, pero no de rutina. La clase trató de los diarios. A mi lado estaba Andrés Trapiello, que no me dejó hablar, como un alumno respondón y díscolo. Yo creo que a los escritores no hay que llevarlos a clase. Están mejor calladitos después de haber dicho por escrito todo lo que tenían que decir. «Tú afirmas que de mis diarios sobran páginas, pues te equivocas: no sobra ni una línea. ¿Te atreverías a eliminar un capítulo de "Guerra y paz", de "Fortunata y Jacinta"? Mis libros son igualmente una novela, una novela en marcha, cosa que todo el mundo menos tú acepta».

Por no discutir, yo acepto todo, hasta pulpo como animal de compañía, pero me alegro de que el autor se equivoque y sus maravillosos y bulímicos diarios no tengan nada que ver con ninguna novela, especialmente con ninguna de sus novelas. Y no insistiré más en que sobran privados ajustes de cuentas y otras páginas inerciales que son mera caligrafía. La labor de edición que el autor no quiere hacer en estas «Historias de un año contadas cinco años después a partir de las notas tomadas entonces» -la definición es larga, pero creo más exacta que lo de «novela en marcha»- la hacemos los lectores leyendo a saltos o en diagonal cuando haga falta.

En la clase de las cinco había tan poca gente, como suele ocurrir en mis clases, en la tertulia de las siete había algo más de público. Modero un coloquio sobre los suplementos literarios y por allí andan mis jefes y ex jefes. Me divierte sobre todo escuchar a Blanca Berasátegui, que es un poco como la Esperanza Aguirre de los suplementos, lo que dice es exactamente lo contrario de lo que hace -quien lo probó lo sabe-, pero ella lo afirma con total convicción, seductora y pizpireta. Yo, muy en mi papel, doy la palabra a unos y a otros, callo lo que pienso, y sólo alguna vez, por descuido (no tengo mucha práctica como diplomático), descorro un poco la cortina y muestro lo que hay en la trastienda. Hago mal. Al buen lector, ese que compra lo que le echen y que es el que mantiene en marcha el negocio editorial, hay que tenerle engañado. Pobres de nosotros si se enterara de que leer un libro, en la mayor parte de los casos, no es sino una forma más o menos entretenida de perder el tiempo, como ver la televisión.

La amistad, como el amor, no es más que un malentendido. A mí me gusta que los malentendidos del amor duren una o dos noches, pero los de la amistad toda la vida. Hace treinta años que conocí a Abelardo Linares: Me lo presentó en Sevilla Fernando Ortiz: «Todavía no ha publicado nada, pero es el mejor poeta de su generación». Desde entonces cuántas conversaciones interminables en Sevilla, en Madrid o en su borgiana librería del Bronx. No estábamos de acuerdo en nada, salvo en lo fundamental, la pasión por la literatura, y por eso nunca nos aburríamos juntos. Y de pronto, una trivial frase de uno de mis diarios (era personaje frecuente en ellos) desató la catástrofe.

Las amistades literarias llegan y se van, según soplen los vientos de una reseña a favor o en contra. El único escritor del que sentí perder la amistad fue Abelardo, mi interlocutor favorito. Y el 23 de abril, como el mejor regalo del Día del Libro, los buenos oficios de Andrés Trapiello -a la vez que yo me dedicaba a tratar de despiezarlo en público- me traen dispuesto a hacer las paces a mi viejo amigo, un hombre que no es un libro, pero que los contiene todos. Al principio nos miramos con recelo, esperando quizá algún zarpazo, pero luego charlamos en la terraza del Gijón como tantas otras veces. Y hablamos de su editorial (sonríe cuando vuelvo a mis lecciones sobre cómo debe hacer para vender más) y me cuenta historias fabulosas de bibliotecas y libros perdidos y raros folletos que nadie conoce, pero que él tiene en su casa. Después de diez años sin vernos (y de algún que otro mandoble por personas interpuestas) nos despedimos sin un gesto afectuoso como si nos hubiéramos visto ayer, como si nos volviéramos a ver mañana, como si no hubiera ocurrido.