El fenómeno divista es un hecho consustancial a la historia de la ópera. El poder y el protagonismo de los cantantes siempre han estado en primera línea de la lírica, hasta que la propia evolución del género llevó a una corrección de un fenómeno anómalo que casi rozaba el ridículo. Los compositores trabajaban sobre roles con características vocales de cantantes que podrían asumirlos, y muchos de éstos luchaban denodadamente para conseguir una escritura lo más brillante posible, y, en este sentido, lo más ceñida a su realidad vocal. Con el paso del tiempo los autores fueron imponiendo su criterio, pero la capacidad de seducción de los cantantes entre el gran público hizo que retuviesen grandes cotas de poder y que incluso se llegasen a deformar partituras de autores como Verdi, a los que, en nombre de la tradición, se añadían determinadas notas o se eliminaban pasajes según convenía al divo de turno. O, lo que es lo mismo, cortes, cambios y adulteraciones son elementos integrados en el discurso lírico desde siempre. La llegada del disco potenció aún más la popularidad de los grandes divos, y a día de hoy las casas discográficas priorizan a determinados cantantes más allá de sus calidades vocales.

Con frecuencia se tiende a censurar a los directores de escena por comportamientos minoritarios en la profesión sobre si un cantante, por estar más o menos grueso o no dar el perfil físico de un personaje, pueda dejar de participar en una determinada producción. Este tipo de abusos genera escándalos abundantes y acaba perjudicando al cretino que rechazó a un buen cantante sólo por su físico. Sin embargo, no se critica con la misma saña las apuestas de las grandes casas de discos. En un contexto de crisis de ventas, las discográficas trabajan con fórmulas importadas de la música pop. Buscan productos muy atractivos visualmente y existen casos muy conocidos en el mundo lírico de trabajos en los cuales se ha adulterado el contenido inicial de la grabación en la búsqueda de unas características vocales diferentes a las de un intérprete determinado. Se busca una rentabilidad rápida, y ahora la última moda es grabar un disco y afrontar de inmediato una gira internacional de recitales para amortizarlo mediáticamente y potenciar las ventas. Con ello se consigue que muchos cantantes dejen de lado las representaciones operísticas y se dediquen de lleno al recital, mucho más rentable por sus altísimos cachés. Todo este entramado tiene, a medio plazo, los pies de barro. Un cantante lírico se va formando con el paso del tiempo. La voz evoluciona desde un repertorio de partida hacia otros según madura cada rol y lo interioriza. Es un proceso lento fruto del cual llegan la calidad y la plenitud artística y profesional. Con las prisas actuales se hace creer a los cantantes que siguen siendo los «amos» del negocio, pero a la larga son los más perjudicados por el sistema, y cada año vemos unos cuantos que han tenido que abandonar la profesión después de una década escasa de carrera. Los teatros, por supuesto, también tienen mucha culpa en la presión que ejercen sobre los jóvenes, y la búsqueda de dinero, también rápido, es lo que acaba moviendo todo. Cuando uno estudia trayectorias longevas, como la de Alfredo Kraus y la de Plácido Domingo -en dos estilos muy diferentes de entender y transmitir la lírica- y tantos otros grandes nombres que han marcado la historia de la ópera, siente lástima por estas generaciones de cantantes a los que no se da tregua y a los que se acaba quemando de manera fulminante, sin el menor escrúpulo. Veremos hasta dónde llega esta forma tan superficial de entender un divismo que, antes que nada, debiera ser un cultivo exquisito de la profesionalidad del intérprete, permitiéndole un desarrollo progresivo que le convierta en un verdadero artista.