Algo extraño pasa siempre por estas fechas. Durante meses, pareciera haber triunfado la premonición que hizo Nietzsche hace más de cien años: «Dios ha muerto, y nosotros somos sus asesinos». Deicidas que no da la impresión de que alberguemos remordimiento alguno. Pero de repente se produce un brote de fervor popular que, como si hubiera estado en hibernación y esperara su primavera, inunda las calles y plazas de muchos lugares de España. La Semana Santa arrastra a cientos de miles de españoles más allá del mero disfrute vacacional. Los actos religiosos se multiplican, y las procesiones congregan a un gentío que no se mueve únicamente por curiosidad profana. O bien uno no quiere ver, o esas manifestaciones constituyen un estupendo acicate para pensar en el papel que juegan las creencias religiosas, aún hoy, en la vida de los seres humanos.

Busco ayuda para emprender esa meditación, y la encuentro en un espléndido libro titulado Las variedades de la experiencia religiosa. Texto clásico cuyo autor es William James (1842-1910), uno de los más importantes filósofos norteamericanos y, al tiempo, uno de los padres de la psicología científica. Libro voluminoso, pero que se lee con suma facilidad debido a dos razones: la primera, que sus páginas recogen la transcripción de una veintena de conferencias; y James había ganado justa fama en la faceta de conferenciante. La segunda, que el autor aplica en el libro su «creencia de que un conocimiento detallado frecuentemente nos torna más sabios que la posesión de fórmulas abstractas»; de manera que sus páginas están repletas de historias de personajes que son ejemplos apasionantes de las distintas variedades en que el ser humano experimenta lo sagrado.

La obra fue novedosa para su época (1901) y mantiene aún gran parte de su vigor originario. En ella, James ponía en cuestión una idea que había dominado el pensamiento decimonónico y cuyo oleaje aún alcanza a nuestras playas: que todo cuanto no sea ciencia es superstición e, incluso, enfermedad. Recordemos a Karl Marx tachando a la religión como opio del pueblo. O a Sigmund Freud entendiéndola como una especie de neurosis colectiva. Para James, las distintas formas de experimentar lo sagrado, entre las cuales incluye el ateísmo cabal, son reflejo de un noble impulso humano dirigido a dar sentido a la vida propia.

Como excelente psicólogo, James nos va mostrando con detalle esos distintos modos en que los humanos nos relacionamos con lo sagrado, dedicando algunos de los capítulos a tratar el fenómeno de la conversión religiosa, el de la vida en santidad y el de la proliferación universal y atemporal de corrientes místicas. Después, llega el turno del filósofo. James se pregunta, entonces, si las vivencias del converso, del santo o del místico obedecen a la existencia objetiva de Dios. El lector puede seguir, entonces, un repaso breve y personal por la historia del pensamiento filosófico, y puede contemplar las dudas que asaltan a William James acerca de temas tales como la inmortalidad personal o la existencia de un Dios único.

José Luis Aranguren, a quien se debe el breve prólogo que abre una digna edición de bolsillo de la obra que estamos recomendando (Ediciones Península, 2002), aconseja leer este libro a la par que El hombre y Dios (Alianza, 1984), obra póstuma del magnífico filósofo vasco Xabier Zubiri. Se trata, éste, de un texto más denso que el del americano, pero que da claves a omisiones e interrogantes del libro de James. Por eso, no es mal consejo.