«Existe la alegría, pero duele; / tendrás que conseguirla. / Y cuando la consigas tendrás miedo». Estos versos de Andrés Neuman pertenecen al poema «Palabras a una hija que no tengo» incluido en su libro El tobogán (2002) y nos sitúan en el difícil equilibrio que mantiene la poesía del autor. Andrés Neuman, liviano y sediento de verdad, parece que siempre ha buscado la mejor manera de ser humano, también en literatura. En su último libro, Mística abajo, abandona, por un momento, el esfuerzo, la búsqueda, el dolor que conlleva conseguir la alegría, para iluminar los frutos de su inquieta espera. Observamos, en estas páginas, una plenitud, una seguridad a la que, tal vez, han contribuido los años. Este libro, maduro, pues la madurez de cada poeta consiste en alcanzar la costa hacia la que nada, llámese ésta sufrimiento o dicha, ya se encuentre en un territorio situado en las coordenadas de la oscuridad o de la luz, ya se inscriba en el rumbo de una intención apolínea o dionisiaca.

Agua transparente. Dorados frutos. Solidez luminosa. En los poemas de Mística abajo -«Necesidad del canto», «La fruta de la dicha», las distintas odas-, el mundo se desvela cristalino y enigmático, plácido, completo. Tal vez porque existe una impúdica aceptación de la realidad. La sabiduría de este libro se condensa en una cita inicial de Christian Bobin: «Lo que ayuda es lo pasajero / Lo que aspira a lo eterno no / resulta de ningún consuelo».

«Sentado en el columpio de la hierba / al viento del verano, sé que existo». Estos inmejorables versos inauguran el primer poema del libro, «Oda a la salud», invitando al lector a sumergirse en el gozo de estar vivos. En el segundo poema, la curiosidad continúa despierta en el corazón de ese chico que nadaba con su padre y que se ha hecho mayor: «Quiero saber quién va conmigo a cuestas / y temblar al revés de la corriente / igual que alguna vez entre las olas / mi padre ahogaba todos mis temores / adentrándose más, alzándome en sus hombros».

Progresiva y minuciosamente, haciendo gala de un vitalismo de hierro, el hombre se reconoce: escucha qué contiene un latido, palpa la seda del tiempo, acaricia a un poeta y a un ruiseñor fantasmagóricos? Con seducción realista, aunque con devoción mística, Andrés Neuman es capaz de escribir una maravilla como «Plegaria del que aterriza», poema indispensable, divertido y tierno en el que se nos pone frente al contraste entre un mortal y el cielo; o descubrir dos canas en un pubis más vulnerable que antes, pero que ahora crece «por amor y no por fuerza». Hay, en estos poemas, lejanías como la del padre y presencias como la de la amada. La «artesana» que conocemos en estas páginas, se enreda continuamente en los poemas, aparece y desaparece, es contrapunto y humilde proximidad con la que se comparten alegría y vida. Un delicado poema, dedicado por completo a ella, es «La curva corazón» en el que se compara una curva matemática que crece hacia el interior, a la que se conoce con el sobrenombre de copo de nieve, con la suave incursión de la mujer en el corazón del autor.

Existe, no obstante, mucho extrarradio del cuerpo también en el libro, que encontramos en poemas como «Diamante negro» o «La escuela melancólica», lo que nos hace celebrar un haber de riqueza.

Queda, al final, la advertencia del principio, ese equilibrio que es el mismo que el de la luz. Aunque la luz no sería nada sin la sombra.